MIRAR PARA VER
Su madre consideró que ya era suficientemente mayor como para salir solo del barrio y hacer algunos recados. Confió en él porque a sus trece años ya había demostrado que era un niño responsable y serio. Le dio un sobre con dinero, un sinfín de recomendaciones y algo suelto para el billete del autobús y lo mandó a pagar el recibo del teléfono. Y allá que se fue el niño contento y sin saber que a partir de aquella mañana lluviosa su infancia se iría quedando atrás, sin prisa pero sin pausa, hasta convertirse en recuerdo junto a la placeta, la pelota, las canicas y los niños del barrio.
La lluvia de la mañana se volvió diluvio y al salir de la oficina el muchacho corrió hacía la parada del autobús para subirse en el primero que pasara, sin darse cuenta de que estaba eligiendo la misma parada en la que se había bajado, con lo cual tomó la dirección contraria a su casa. Podría haberse bajado en la parada siguiente para rectificar su rumbo, pero llovía tanto que pensó que era mejor seguir en el autobús hasta que diera la vuelta, total era temprano y él no tenía nada que hacer. No contaba con los inconvenientes de la conjunción de la hora punta, la lluvia torrencial y el centro de la ciudad: Como era de esperar a la altura de la Gran Vía, el atasco era fenomenal, una fila de coches y autobuses, de principio a fin de la calle, avanzaba de tres en tres metros y entre un avance y el siguiente paraba diez minutos o más. El muchacho se dio cuenta de que iba a tardar bastante en llegar a su casa, pero tenía la esperanza de que su madre se enteraría por la radio del estado del tráfico y no se preocuparía por su tardanza. Dejó de preocuparse él y se puso a mirar por la ventanilla del autobús, descubriendo que en las fachadas de las casas de aquella hermosa calle había todo un mundo de curiosidades que le incitaban a investigar todos y cada uno de los elementos con los que los arquitectos de principios del siglo XX habían adornado aquellos edificios.
Hasta ese momento él había paseado por la calle acompañado de su madre ajeno por completo a la cantidad de edificios hermosos con que cuenta la ciudad, nada extraño en un niño teniendo en cuenta que muchos adultos pasan así toda su vida, pero afortunadamente su sensibilidad y su curiosidad se activaron y pusieron en marcha unos ojos y una memoria prodigiosos, capaces de encontrar y retener todo el arte que encontraban a su paso.
Después de un viaje en autobús por el camino más largo, el niño que se había subido huyendo del chaparrón llegó a su destino, tarde, pero con una nueva inquietud que sería su firme vocación con los años, y a base de mucha voluntad y mucho trabajo lo convertirían en el hombre culto y sabio que es ahora, historiador, curator, productor cultural y “sobre todo curioso”, según sus propias palabras. Aunque José Vallejo Prieto es mucho más: es el amigo generoso, es el maestro que enseña a mirar a los que no hemos sabido ver teniendo ojos, es el hombre que ayuda a comprender la historia del arte, y, sobre todo, es el investigador que transmite a los demás la dimensión de todas las cosas hermosas que engrandecen el espíritu.
A mi amigo José Vallejo, con mi agradecimiento y admiración, esperando que sepa disculpar el cuento que le he echado al cuento.
Escribí este cuento para hacer un regalo sorpresa a mi amigo Jose Vallejo, partiendo de algunos detalles de su biografía que él mismo me había contado, cometí un pequeño fallo, confundí la calle Almona de San Juan de Dios con la Almona del Campillo, con lo cual le he hecho viajar en el autobús equivocado, en lugar de en el Ocho lo he subido al Once, pero como le esencia de la historia no varía se va a quedar así, a no ser que José se canse de ir para allá, cuando debía de venir para acá.
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