jueves, 19 de noviembre de 2009

Por Manuel Saenz



Después de trabajar durante 47 años mi amigo Manolo se ha jubilado. Su trayectoria laboral ha sido larga, muy larga. Su familia quedó rota por la muerte de su padre cuando él tenia solo 14 años y tan pronto como alcanzó la edad mínima para trabajar comenzó a arrimar el hombro como una persona mayor.

Manolo nació en Moguer, su abuelo era maestro y se llamaba don Amable, con ese nombre y ese oficio no tenía más remedio que tener un nieto como Manolito.

Por sugerencia de Conchita, su mujer, que es también nuestra compañera y además mi amiga desde los quince años, ayer, un grupo de amigos y compañeros le organizamos una comida para celebrar su jubilación, lo hicimos de forma privada sin darle publicidad en la oficina, él así lo quería y fuimos respetuosos con sus deseos. Pero a una persona como Manolo no podíamos dejar de expresarle nuestro cariño, nuestra admiración y nuestro respeto.

Hombre de férreos principios, defensor de la justicia y la verdad hasta el agotamiento, negociador incansable, tolerante y respetuoso con las ideas de los demás, ha sido y es el idealista más confiado sobre la faz de la tierra. Cuando todos tiran la toalla, todavía él espera encontrar un punto de salvación para su idea.

A Manolo todo el mundo lo respeta, nunca ha tenido enemigos, solo oponentes. Decir su nombre es suficiente para provocar una sonrisa de ternura en la mayoría de los compañeros. Sabemos que no haber hecho pública la convocatoria de la despedida puede incomodar a algunos que les hubiera gustado asistir y no se han enterado, les pedimos perdón; pero es comprensible que después de ciertos acontecimientos desafortunados por parte de la institución Manolo no quisiera compartir nada con ella.

Agradezco a la vida haberlo puesto en mi camino y a él le pido perdón por la cantidad de veces que lo he llevado al borde de la desesperación, durante nuestros comunes desayunos, con mis planteamientos extremos, yo en realidad lo hacía para provocarlo y ver hasta donde podía llegar, siempre me ganaba porque era incombustible, yo tiraba la toalla diciendo cualquier disparate para acabar la conversación, siempre supe que él era el dueño de la razón y siempre me he sentido orgullosa de ser su amiga.

En el brindis nos dirigió una palabras de agradecimiento y se mostró orgulloso de los asistentes, como buen aficionado al flamenco dijo que estábamos allí "los cabales". Gracias Manolo por la parte que me toca, pero te tengo que devolver el adjetivo, porque si hay alguien en el mundo que es un "hombre cabal", ese eres tú.

Ahora levanto yo mi copa, aprovechando que es virtual, para brindar y desearte el mejor futuro posible para ti y para tu familia, por que podamos seguir compartiendo muchos momentos felices y por que sigas siendo el "caballero de fina estampa" que siempre has sido. Gracias por todo AMIGO.

María del Mar (Coco)

Granada, 19 de noviembre de 2009

martes, 17 de noviembre de 2009

EL COLLAR




EL COLLAR

Solo tenían en común su afición a las barras de los bares y lo que en ellas se consume, por eso, demasiadas veces, cuando salían de la oficina al mediodía se metían en el primer bar que se encontraban y al pasar dos o tres horas, había días que no conocían ni el camino a sus casas. Los otros compañeros se excusaban y no porque fueran abstemios, sino por que el ritmo que ellos llevaban no lo puede aguantar un cuerpo humano normal que madruga y trabaja ocho horas diarias. Pero ellos sí aguantaban, tenían habilidad para economizar fuerzas a base de trabajar poquito, esa era una “virtud”, que también compartían.


No eran buenos amigos, solo compañeros, de hecho, ninguno de los dos estaba adornado por las cualidades necesarias para llevar adelante una amistad, bien es verdad que los motivos de dicha incapacidad eran diferentes. Uno, el mayor, no podía ser amigo de nadie, simplemente porque no era muy bueno, había tenido la mala suerte de nacer con el defecto de la envidia y eso entraña serias dificultades para generar amor al prójimo. El otro, el más joven, por decirlo finamente, era poco inteligente y además era una de esas personas cuyo egoísmo los deja fuera de juego para cumplir lo que la práctica de una amistad requiere para su conservación. En pocas palabras ambos eran seres oscuros, uno más malo que el otro, y a su vez, el otro más tonto que el uno.


A punto de finalizar la primavera, uno de esos días en los que ya el calor se empieza a notar con fuerza y la ropa estorba, cuando lo que apetece es refrescarse por dentro y por fuera, la mala fortuna no quiso, o no pudo, evitar el encuentro en la puerta de la oficina al acabar la jornada, y después de los comentarios de rigor sobre el buen tiempo , acordaron que lo que les vendría mejor en aquel momento sería tomarse una cerveza fresquita en el bar de al lado.


Y allí estaban los dos en la barra del bar con su vaso en la mano hablando de unas cosas y otras, pasando de la cerveza a los vinos y de los vinos a las copas y de las copas a más copas. La conversación del mas viejo siempre era igual, con copas o sin copas sus temas siempre eran los mismos: cotilleos sobre la gente de la oficina y difusión de rumores diversos; lo que no sabia se lo inventaba, eso sí, adornando siempre la plática con chascarrillos ingeniosos y oportunos que lo convertían en un buen tertuliano a pesar de lo malicioso que era, eso es lo que tiene estar siempre en los bares, que se aprende mucho y se desarrollan las habilidades necesarias para mantener la atención de los presentes. El más joven no tenía apenas conversación, se limitaba a asentir y reír las gracias de su compañero, y si en algún momento hablaba, lo hacía sobre sí mismo como todos los simples, lo mal que se portaba con él el resto del mundo y la mala suerte que tenía, hasta que el alcohol empezaba a hacer sus efectos, entonces ya si hablaba y contaba intimidades que el otro archivaba para difundirlas a las primeras de cambio.Aquel día la borrachera fue traicionera, se tornó llorona y estuvo toda la tarde lamentándose por los malos ratos que le hacía pasar determinada compañera de la que andaba enamorado y no le hacía caso. La verdad es que ella coqueteaba con él con el fin de que le hiciera el trabajo, y si el trabajo se lo hacía otro más guapo pues coqueteaba con el guapo. Y el pobre sufría como un quinceañero cuando ya andaba por los cuarenta. Una pena.


Cuando quisieron acordar, eran las seis de la tarde. Con ayuda de los vapores del alcohol y de las lágrimas se le habían pasado las horas sin darse cuenta y con toda la prisa que sus entorpecidas piernas le permitían enfilaron la calle principal con dirección a sus casas.


Pero el peligro de aquel día aún estaba por llegar. Al pasar por la joyería de un conocido de ambos, el mayor, con toda la mala idea que lo caracterizaba le sugirió que comprara un regalo a la compañera para demostrarle su amor, asegurándole que regalar una joya a una mujer era garantía de éxito. Entraron y el infeliz compró un discreto collar de perlas, que por ser quien era se lo dejaron a buen precio, quedando en pasar al día siguiente a pagarlo.


Siguieron calle abajo, contentos con la idea que habían tenido y haciendo acopio de su imaginación para inventar las excusas que presentarían a sus esposas por la tardanza, cuando de repente vieron precisamente a una de ellas. Era mujer del enamorado que se acercaba a ellos subiendo por la calle con pasos ligeros y con cara de pocos amigos. Como por encanto se disipó la borrachera, reaccionaron y con precipitación y disimulo metieron el paquete del collar en el bolsillo de la chaqueta del mayor, por el momento la sangre les dio una tregua y una vez liberada de la congelación que acababa de sufrir, volvió a circular por el cuerpo.


Tras los saludos de cortesía se separaron y uno dando explicaciones y el otro preparando las suyas se fueron a sus casas a descansar. Lo que pasó entre los dos matrimonios aquella tarde solo ellos lo conocen, pertenece al sagrado ámbito de la intimidad familiar, lo que sí es conocido es que las chaquetas que llevaban se colgaron cada una en su armario dispuestas a descansar durante una temporada. El calor de aquella tarde marcaba el principio del verano y ya no se las iba a necesitar.


No volvieron a recordar nada de aquella tarde ninguno de los dos. Una vez inmersos en el verano las rutinas se cambian, no es apetecible tomar copas a las tres de la tarde del mes de julio , lo que gusta es ir a casa a la hora de comer para poder dormir la siesta, hacer oscura la tarde y salir al anochecer para disfrutar del aire fresco que durante el día se ha añorado tanto, procurando así hacer mas llevadera la espera de las vacaciones, en las que todo nuestro universo cambia y cada uno disfruta de sus días como puede, olvidando por una temporada la rutina del resto del año.


El prudente joyero no dio señales de vida hasta bien entrado el mes de octubre, una tarde esperó a Romeo y le recordó que le debía el collar, él no se acordaba de nada y negó tal deuda, el hombre le explicó que una tarde del mes de junio pasó por allí con su amigo y que le compraron un collar de perlas para hacer un regalo. Haciendo un esfuerzo mental empezó a recomponer la historia de aquel día y cuando llegó a la escena de la joyería se le cortó la respiración. Aquel hombre tenía razón, le pidió disculpas y le dio unas cuantas explicaciones como pudo, prometiéndole que al día siguiente lo devolvería, que no había hecho el regalo y lo conservaba empaquetado tal y como se lo llevó, que lo dejó olvidado en el bolsillo de la chaqueta, que era fácil comprobar que nadie había lucido la joya y que, por favor, aceptara la propuesta porque no podía pagarlo. Ha quedado dicho anteriormente que el joyero era prudente, por lo que es fácil advertir que una vez analizada la situación aceptó la propuesta por aquello de que mas vale pájaro en mano que ciento volando. Si se han puesto el collar mejor para ellos, mejor eso que perderlo.


Llegó más temprano que de costumbre a la oficina, para qué seguir en la cama si no había pegado ojo en toda la noche, y se fue rápido en busca de su amigo para contarle lo que había pasado el día anterior con el dueño de la joyería, y para decirle que le trajera el collar por la tarde, que quería devolverlo cuanto antes.


-Eso es imposible, por que se lo he regalado a mi mujer. Lo encontró en mi chaqueta de entretiempo cuando la sacó para limpiarla, y le tuve que decir que era para ella y que se me había olvidado dárselo cuando lo compré. Tuvimos una discusión y me recordó que eso me pasaba por beber tanto, pero como era un regalo muy bonito; al final se lo puso y la cosa terminó bien.


-Pues ve a la joyería y lo pagas.


-¿Yo?, yo no he comprado nada en esa joyería, si quieres llamo a tu mujer y le digo que quieres que pague el collar que le compraste tú a tu novia.


El pobre no daba crédito a lo que estaba oyendo, discutió hasta el cansancio y el otro sinvergüenza no paraba de reírse, provocando cada vez más su desesperación; al final comprendió que había perdido la batalla y se fue a su despacho jurándole que no le hablaría más en la vida, que le iba a dar una paliza, y que se iba a acordar de él porque más tarde o más temprano se vengaría.


Como sabía que tenía que pagar el collar, pasó la jornada tratando de inventar la forma de hacerlo sin que se notara mucho el recorte en el sueldo, al final tuvo una idea que por lo menos a él le pareció luminosa. Pidiéndole la máxima discreción al joyero le contó lo que le había pasado con su amigo, negoció un buen precio para otro collar, firmó letras como para escribir esta historia y se fue a su casa con un regalo sorpresa para su esposa, que lo recibió emocionada.


¿Por donde llegó la venganza?, eso no lo sabemos; seguramente por parte del joven nunca la hubo, su falta de carácter, su miedo y su desconfianza de sí mismo, unidos a la ausencia total de imaginación y creatividad se lo impidieron, pero con sus ganas se quedó. Es más, no tardaron mucho tiempo en volver a las andadas, no es tan fácil encontrar un buen compañero para las borracheras.

Lo que si se sabe es que transcurrido el tiempo el episodio se hizo público, de eso doy fe porque lo estoy contando. Se desconoce cómo salió a la luz. Pudo ser el joyero ¿Por qué no?, aunque ya hemos dejado claro que era un hombre discreto y no es conveniente perder clientes que compran collares de dos en dos. También pudo ser la pretendida novia, que al no ser beneficiaria del precioso regalo lo contara a sus amigas, y ya se sabe lo que pasa en esos casos, que no se lo digas a nadie pero sé de buena tinta….


Pero lo más probable, conociéndolos como los hemos conocido, es que en la barra de un bar, una tarde de primavera, se lo recordara el uno al otro cuando ya llevaban unas cuantas copas de más. Y una historia como ésta, un camarero gracioso o un parroquiano avispado, no tarda ni cinco minutos en lanzarla a los cuatro vientos.

Y un viento caliente de otoño hasta aquí la ha traído.



lunes, 2 de noviembre de 2009

DE LUTO RIGUROSO





"Tú lo que tienes que hacer es escribir", eso me sugieren los que me conocen y saben que estoy perdida sin trabajar. “¿Sobre qué escribo?”, suelo contestar, y más de uno me ha pedido que cuente anécdotas que me han pasado en el que fue mi trabajo, o sobre las historias que he conocido a través de él, y yo he pensado que voy a empezar por transmitir las impresiones que me han causado algunas personas con las que me he cruzado en el desarrollo de mi vida laboral y que, de alguna forma, se han quedado en mi memoria por unos motivos o por otros. Esta es una.

Dedicado a Victor


“DE LUTO RIGUROSO”



Trascurrían los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado. Los medios que teníamos a nuestro alcance para desarrollar nuestra labor eran bastante avanzados comparándolos con los otros Ministerios, pero aún se resolvía de forma manual y los tramitadores atendíamos a los solicitantes de prestaciones directamente en nuestro lugar de trabajo.

Para ponernos en situación quiero explicar aquí que al principio los expedientes son papeles. Poco a poco, conforme se van recopilando los datos de la persona y se van resumiendo sus circunstancias, se transforman en una historia de vida, en una identidad, un pasado, un futuro, una trayectoria, un problema, una calificación, piezas sueltas que en las manos del tramitador, mediante un juego de análisis y cálculos, se convierten en la solución o en la decepción de toda una vida cuyas expectativas culminan en ese momento, y que depende de él y de sus conocimientos y destreza para que sus derechos sean debidamente aplicados. No es fácil la tarea, porque las normas son muy complejas y nos atañe una legislación muy viva, que sufre modificaciones continuamente en su afán por adaptarse a las circunstancias sociales a medida que se van produciendo.


El expediente que yo tenía en la mesa era de incapacidad; la titular era una empleada de hogar típica de aquella época, por la que nunca habían querido cotizar en las diferentes casas en las que había trabajado, cosa muy corriente por entonces. En los últimos años había asumido la cotización por cuenta propia para poder llegar a cobrar una pensión cuando ya no pudiera trabajar. Había conseguido reunir el periodo mínimo exigido para tener derecho, estaba enferma y no podía trabajar ya, le habían reconocido la incapacidad, todo parecía estar bien, pero surgió el problema: tenía descubiertos en la cotización, es decir, debía las cuotas de uno o dos meses, y no se pueden conceder prestaciones a los deudores. Se le escribió una vez invitándola al pago de la deuda, pasaron los días y no contestó. Se le volvió a escribir, y tampoco. Ya había transcurrido tiempo suficiente como para poder archivar el expediente, pero me resistía y le escribí otra vez más, esta vez, en lugar de mencionarle la deuda, simplemente la cité.

Apareció a los pocos días. Me impresionó su aspecto: era una mujer bajita y ancha, daba la sensación de que no había crecido más porque había tenido que llevar cargas pesadas siendo niña y sus huesos no habían alcanzado el tamaño que estaba genéticamente previsto. Su pelo era negro, se parecía a uno de “Los Borrachos” de Velázquez, el que está de pie de perfil a la derecha del cuadro, ese hombre que también pintó de frente en  “La fragua  de Vulcano”, aunque sin barba. Algo tenía en la cara que resultaba simpática, serían unos ojos negros pequeños y muy brillantes, la nariz chata, o unos mofletes colorados que daban la sensación de sonrisa permanente. Pero no era precisamente eso lo que hacía, sino que lloraba sin parar mientras me aseguraba que ella no podía pagar la deuda de ninguna manera. Iba a perder una pensión que, aunque modesta, le haría vivir un poco más tranquila y disfrutar de una seguridad que nunca había conocido por no poder pagar dos cuotas que debía. Después de trabajar durante toda su vida sirviendo fielmente a los que no habían querido cotizar por ella, después de haber tenido que responsabilizarse de sus propias cotizaciones, no tenía suficiente dinero para cancelar una mísera deuda.

Para nosotros eso no era nuevo, situaciones como esas habíamos visto muchas veces, el público que a nosotros nos visitaba no lo hacía precisamente por tener cuarenta años cotizados con bases máximas, esos no tenían que venir a vernos, se limitaban a dejar su solicitud en el Registro y todo rodaba fácil y favorablemente para ellos. Los que venían lo hacían para resolver problemas. Pero por mucha costumbre de vender escobas que se tenga, no deja uno de saber lo que se trae entre manos, y es normal estremecerse ante las injusticias de la vida, y puedo asegurar que hemos visto más de la cuenta. Eran los trabajadores de la posguerra los que se jubilaban en aquellos años.

Algo había en aquella mujer que era especialmente estremecedor, era la cara de la desgracia, de la mala suerte. Me dijo que tenía el marido incapacitado en una cama sin moverse, que su hijo estaba en la cárcel para muchos años, que su hija le había traído un nieto a la casa del que no sabía quién era el padre y que, además, esa hija estaba enganchada a la droga y que lo único que hacía era trapichear para obtener su dosis y desaparecer, para luego venir, y sin preguntar siquiera por el niño que allí había dejado, pedirle algo y marcharse otra vez.

Ante esas historias uno reacciona y trata de solidarizarse. Yo en un alarde de caridad inútil le dije: “Todo eso es muy triste señora, pero lo peor es lo de su hija, que tendría que buscar ayuda porque se va a morir como siga así”. Reaccionó rápidamente y ante los ojos atónitos de los que estábamos allí, la mujer, con una incomprensible agilidad de gacela Thompson, dio un salto y a la vez que hacía un gracioso gesto de saludo de Mosquetero, dirigió su mano a un pie y siguiendo una trayectoria rápida la subió hasta la cabeza mientras decía: “¡Pues si se muere, señorita, yo me visto de luto riguroso de los pies a la cabeza y descansamos ella y yo!”

¡Cómo sería de difícil su día a día para que aquella mujer viera en la muerte, aunque fuera la de su hija, la liberación!

Le buscamos solución a la deuda usando los mecanismos que estaban ya previstos, de manera que adquiriendo el compromiso formal de la cancelación, por medio de pagos fraccionados en cuotas mínimas, pudiéramos aprobar el expediente y comenzar a cobrar su pensión. Tan acostumbrada estaba a que nada en su vida tuviera remedio que la pobre no se podía creer que aquello se pudiera solucionar. Se fue de allí con una sonrisa que le pillaba toda la cara.

A las pocas semanas se presentó en la oficina con un ramo de flores “Ya he cobrado, muchas gracias por todo, señorita, le traigo a usted estas flores para que tenga un recuerdo mío, por eso se las he comprado de plástico”. De eso hace veintiocho o veintinueve años y la recuerdo como si hubiera pasado ayer.