jueves, 15 de noviembre de 2012

LOS DOMINGOS








A los domingos de invierno, en la infancia, les pasaba como a  todo en la vida, no llegaban a ser perfectos. Contaban con ingredientes suficientes para ser el día más feliz de la semana y, sin embargo, a pesar de sus horas felices, llegaba un momento en que todo se venía abajo y aparecía la tristeza. 
Su principal mal radicaba en su soledad. Eso de ser el único día de descanso de la semana los condenaba, cuando menos, a terminar en decepción ante la irremediable llegada del antipático lunes.
Eran tiempos de estudios y rutina; los niños de entonces solo contaban con una tarde libre a lo largo de toda la semana: la tarde del jueves, en el Colegio de los Niños y la del sábado en el Colegio de las Niñas. Casualidad o premeditación, lo cierto es que esas prácticas reducían al domingo a ser el único escenario posible para la confraternización entre unos y otras.
Y después de esperar seis largos días, llegaba el día de fiesta por fin; y entre paseos matinales, los tebeos, el almuerzo familiar y las tardes de cine en el Salón de Actos del Colegio de los Niños, se escapaba el domingo como humo de la chimenea, pero, eso sí, dejando un rastro de aventuras maravillosas para soñar toda la semana.
Entrar en el Salón de Actos, con aquella algarabía, que delataba,  más que el interés por la película, la ilusión por el hecho de pasar la tarde junto a los jóvenes del otro sexo, era el momento más excitante de toda la semana. A partir de ese instante, sin perder interés por los acontecimientos que se sucedían en la pantalla y mientras las historias se desarrollaban en aventuras fantásticas, las miradas se escapaban de un lado a otro buscando unos ojos cómplices en los que refugiarse.
 Y qué pronto terminaba la tarde; hasta la película más interesante tenía un momento de bajón que hacía que en las mentes juveniles apareciera el miedo a oír aquella música precursora del odiado “The End”, con el  que la tarde se volvía triste, se acababa el domingo y devolvía la rutina a sus vidas.
Pero la vida es sorprendente: de repente, un día, al salir del cine, se unían dos manos y hacían el camino de vuelta juntas, sin separarse, y a mitad del camino, al pasar por algún jardín oscuro, un beso casi infantil iluminaba la noche, y se obraba el milagro de convertir el Fin de las películas en el momento más deseado de todo el domingo, llenando los corazones de los jóvenes de ilusiones desconocidas, que los cambiarían para siempre.

sábado, 3 de noviembre de 2012

EL CONYUGE


EL CONYUGE








La ley de Protección de Datos de Carácter Personal elevó a la categoría de delito lo que, generalmente, cualquier funcionario por ética y respeto cumplía escrupulosamente: los documentos que contienen información confidencial no pueden hacerse públicos bajo ningún concepto.  Lo que no impide que en la memoria guardemos algún que otro escrito que, por su singularidad, se haya hecho hueco en el anecdotario particular de cada uno de nosotros.

Eran especialmente emotivos aquellos escritos de  personas que apenas sabían leer y escribir y, sin embargo, se atrevían a defender sus derechos sin recurrir a profesionales, unas veces por no tener uno a mano, y otras veces por temor a la minuta. Esto era un error que pagaban caro, teniendo en cuenta que cualquier sindicato les hubiera representado de forma gratuita, pero ni eso sabían.

Conservada su esencia durante décadas en los archivos del recuerdo, por su ingenio y por su arte, voy a tratar de reproducir aquí, lo más fielmente que me permita mi memoria, alguno de esos escritos que fueron presentados por personas valientes que, creyendo en su verdad, pretendieron defenderse sin más armas que la razón, su razón.

Especialmente memorable fue  una reclamación que presentó una mujer de la Alpujarra, a la que le habían denegado la pensión de incapacidad, con el argumento de que las lesiones que tenía eran compatibles con el trabajo. La señora era trovera y escribió todo el texto en verso, o como se quiera llamar un conjunto de versículos sin técnica alguna, pero sonoros como si lo fueran. Su objetivo era demostrar que no estaba conforme y elaboró su recurso a base de estrofas que ensalzaban las virtudes de los miembros del tribunal, combinando las alabanzas con  sus argumentos, sus quejas o sus ruegos; sin dejar atrás ni uno solo.  Imposible de recordar el texto entero. Como muestra reproduzco el primero de ellos,  al que seguían otros cinco parecidos, uno por cada uno de los miembros  del órgano calificador, que había frustrado sus expectativas.

“Doctor  Alberto Capilla,
hombre sabio y muy cabal,
Cómo quiere que yo vaya
a recoger la aceituna,
sabiendo mi enfermedad”


Incontables son los papeles que se recibían repletos de disparates, unos sin identificar y otros firmados y bien firmados, como el dibujo que ilustra este relato, que acompañaba a una solicitud de cambio de domicilio, y con el que su autor pretendía explicar cuál era su nueva dirección.

Pero ninguno como aquél que mandó un hombre, al que se le reclamaba una deuda porque había cobrado un complemento familiar por su esposa, siendo viudo desde hacía tiempo. La rebaja en la pensión era cuantiosa, no solo se excluía el complemento, sino que se sometía a descuentos parciales para saldar la deuda contraída. Es necesario aclarar que se trata de pensiones mínimas, ya que las máximas no necesitan complementos, se sobran y se bastan con ellas mismas.  El pobre, cuando comprobó que la pensión se había reducido a la mitad, presentó una carta que nos hizo reír primero, para lamentarlo después.

“Me quitan la mitad de la paga porque soy viudo,  y no tienen en cuenta que tengo yo más cónyuge con mi sobrina que el que tenía con mi mujer, porque con ella tengo cónyuge todos los días: lunes, martes, miércoles, jueves viernes, sábado y domingo, hasta el día de Navidad y día del Corpus.”

Como es de esperar hubo bromas en la oficina con el cónyuge de la sobrina durante una temporada, hasta que un día vino la trabajadora social del pueblo y nos comentó que se trataba de un ciego y que vivía con una sobrina y su familia, como aquel coronel loco que encarnaba  Al Pacino, en la película Esencia de Mujer.

Desde que se quedó solo el hombre había sido adoptado por aquella buena gente que  lo atendían con cariño y dedicación. Y él les correspondía aportando su paga para ayudar a la exigua economía de la casa. El pobre entendía que la palabra “cónyuge” significaba “obligación”, y él se sentía más que obligado con ellos; por eso, cargado de indignación, dictó aquella carta. Se acabó la diversión, la tragedia del ciego apagó las risas que causó su infeliz confusión.

No sería justo concluir esta historia sin rendir homenaje a los sufridos miembros del Servicio de Correos, que, con más fe que otra cosa, han hecho llegar, en ocasiones, las cartas a su destino sin más datos en el sobre que “A las  Pagas”, “Señor Director Don Tomás”, o “Caja de Pagos”, lo que demuestra las facultades adivinadoras que ha llegado a desarrollar el colectivo.


viernes, 12 de octubre de 2012

EL GALLEGO








EL GALLEGO


         Corrían buenos tiempos para ellos, se habían esforzado en arreglar el país a tiro limpio, y ya hacía tiempo que lo habían reconstruido a su gusto, o sea,  lo que para ellos era “como  Dios manda”. Llevaban veinticinco años celebrando la victoria, habían cambiado destinos  militares por destinos civiles y, a través de ministerios, direcciones generales, secretarías técnicas y todos los cargos de responsabilidad habidos y por haber, lo habían conseguido, al menos,  eso creían ellos.

         Por aquellos días, el señorito cordobés, de apellidos compuestos y rimbombantes, entre los que no faltaba la palabra “alba”, tenía abandonados sus negocios familiares para atender una dirección general de un organismo del Ministerio de Trabajo, cuya titularidad ostentaba un antiguo compañero de armas y correrías, tan andaluz como él.

         Sus tierras ocupaban la mitad de la comarca; en ellas se cultivaba el algodón que después se procesaba en su fábrica, donde las desmotadoras preparaban la cosecha para el total aprovechamiento de las plantas.  Rara era la familia de la zona que no dependía del trabajo que proporcionaban  los negocios del señorito, pero éste, sin el más mínimo reparo, había decido desmantelar la fábrica y dedicar las fincas a otros cultivos que no exigieran demasiada dedicación. Sus intereses, de momento, estaban más cerca de los brillos del Gobierno que de los campos de Andalucía.

         Las protestas por el cierre de la fábrica le dieron algunos dolores de cabeza, los trabajadores más rebeldes alborotaron lo que pudieron. Llegaron a ser noticia en el periódico de la provincia por las  intervenciones de la guardia civil, cosa rara en aquellos años. No llegó la sangre al río, eran tiempos de temor y pronto los trabajadores asumieron lo inevitable. Los que habían plantado cara fueron despedidos sin piedad y los que desde el principio habían colaborado fueron premiados para escarmiento de los alborotadores. Así se las gastaban los caballeros. 

         Y el premio fue una colocación en el organismo público que dirigía el señorito. Así de fácil: unos cuantos obreros que apenas sabían leer y escribir ingresaron como ordenanzas en las distintas oficinas  de la entidad. Entre ellos se encontraba nuestro protagonista. Por la vía de la traición a los suyos llegó a la función pública, y su suerte cambió para siempre, pero también pagó su precio, fueron muchas las ocasiones en las que lo desbordó la evidencia pero, eso sí, tuvo un sueldo para toda la vida.

         En un principio recibió la noticia de que había sido destinado a la Dirección Provincial del Ministerio de Trabajo de La Coruña con mucha alegría, primero se trasladaría solo y más tarde regresaría para casarse con su novia y la llevaría con él. No obstante, conforme se acercaba el día de la partida, se iba poniendo más y más nervioso,  sus vecinos, con buena o con mala intención, le regalaban múltiples advertencias, pero lo que le puso al borde de renunciar a todo fue el enterarse de que en Galicia se hablaba de otra forma: para él eso era lo más preocupante: si apenas dominaba el castellano, ¿cómo iba a entender otro idioma?

         A pesar del miedo que tenía el muchacho el viaje estaba siendo más fácil de lo que él se imaginaba, al menos la primera fase. Aquello de atravesar media España en un tren y la otra media en otro no le gustaba demasiado. Satisfecho, una vez culminado con éxito el preocupante  proceso de cambio de estación, se instaló  aliviado en su asiento del vagón de segunda clase del Expreso de La Coruña, dispuesto a descansar hasta por la mañana. No fue posible: su tranquilidad se volvió zozobra cuando la noche le sentó la evidencia en los asientos de enfrente. Cuando estaba a punto de cerrar los ojos para dormirse entró  en el vagón una pareja que, sonriendo amablemente, a modo de “buenas noches”, emitió un extraño sonido más parecido a la tos que a las palabras. El pánico se apoderó de él: ¡eso era el gallego!  ¿Cómo se las iba a arreglar en el trabajo? ¿Qué clase de ordenanza es aquel que no entiende  las órdenes?

         Los viajeros eran gente amable, que a lo largo de la noche, a base de gestos, consiguieron ganarse su confianza, mientras  él trataba de aprender algo de aquel lenguaje extraño para presentarse al día siguiente en su nuevo trabajo. Algo era algo, aunque sabía que, para ser ordenanza de un organismo público, lo que aprendiera esa noche no sería suficiente.

         Por la mañana, estaban enterados de la vida y milagros del muchacho y, por supuesto, de la finalidad de su viaje a Galicia.  Al despedirse, le dieron una tarjeta de visita para que los visitara y en el dorso le escribieron la dirección de una pensión cercana a la estación y por señas le explicaron cómo llegar. Y allá que fue, sorprendido de lo fácil que le había resultado encontrar alojamiento, sin preocuparse de leer la tarjeta. Si lo hubiera hecho, no se habría dirigido a la recepcionista de la pensión, con las manos juntas bajo la cara, cerrando los ojos para indicar que quería una habitación para dormir. Si hubiera leído la tarjeta, se habría dado cuenta de que debajo del nombre del viajero amable, estaba escrita la frase: “Secretario de la Federación Gallega de Personas Sordomudas”.

        Tuvo que ser la voz suave y cantarina de la recepcionista la que, con un "¡Bos días rapaciño!", le hiciera comprender que el mundo era maravilloso y que él era un hombre con mucha suerte..
       

martes, 25 de septiembre de 2012

LA ALARMA






LA ALARMA


         El edificio hacía esquina entre dos de las calles más céntricas de la ciudad. La unión de las dos fachadas se había resuelto en redondo,  lo que la convertía  en una tercera fachada estrecha, pero suficiente para albergar una elegante puerta principal a la que se accedía, desde el nivel de la calle, por una escalinata semicircular que pretendía dar al edificio categoría sin mucho éxito. a pesar de la ayuda proporcionada por una hermosa marquesina que, como si fuera el ala ancha de un sombrero cordobés, protegía del sol y de la lluvia a los visitantes.   
     
         Se construyó este edificio a mediados del siglo XX  para albergar la sede de la Organización Nacional de Ciegos de España, la prestigiosa ONCE, la cual, efectivamente, allí tenía su Delegación Provincial.

         Una vez descrito el escenario, vamos a  contar los acontecimientos que sucedieron una mañana de un conflictivo mes de mayo, en plena hora punta.

         Desde muy temprano se habían instalado en las escaleras un grupo de trabajadores reivindicando algo,  no interesa conocer si era protesta por derechos lesionados o exigencia de mejoras; en cualquier caso, era un grupo de trabajadores en lucha, algo muy habitual en el último cuarto del siglo XX, periodo en el que la dignidad de los trabajadores alcanzó niveles nunca vistos, gracias, entre otras muchas cosas, al esfuerzo de personas como las que se sentaban en la escalera de la ONCE aquella mañana.

         No eran muchos, no había más de diez compañeros, y a la cabeza de ellos se encontraba un vendedor de cupones, ciego total, que era uno de los sindicalistas más conocidos de la ciudad. En cualquier manifestación o protesta que hubiera, fuese del colectivo que fuese, estaba este sindicalista luchador, conocido como El Sindicalista,  temido en todas las oficinas de la  Administración, a la que acudía para resolver los problemas de todos sus compañeros. El hombre no era precisamente un ejemplo de buenos modales, era escandaloso, brusco, maleducado… Un personaje difícil de tratar, quizás en eso radicaba su eficacia. Los manifestantes, sentados en la escalera entre pitos y golpes de bastón en el suelo, coreaban sus consignas,  podrían fracasar en sus propósitos, pero no iba a ser por falta  de ruido.

         En el interior del edificio trabajaban los demás compañeros videntes e invidentes, que aguantaban el chaparrón como podían. Como siempre, había opiniones para todos los gustos. Se repetía allí  la eterna escena: se exponían los valientes, aplaudidos por los  prudentes menos valientes; y los criticaban los cobardes desagradecidos, deudores de favores y prebendas que no querían perder, y mucho menos compartir. Vieja historia.

         Entre el grupo de los desagradecidos sobresalía una voz de mujer, desagradable como pocas, tan  desagradable como toda ella. Era famosa en la oficina por su antipatía y su carácter beligerante con todos, excepto con los jefes. No era ciega, estaba afectada de baja visión por lo que llevaba unas gafas de cristales gruesos que le ayudaban a andar por la vida medianamente. Su marido, ciego total, era un directivo importante de la organización, era catalán y se llamaba Pere: irremediablemente ella era La Pera. 
  
         A media mañana, los ánimos comenzaron a calentarse: los pitidos cada vez se hacían más insoportables para los contrarios a las protestas y, alentados por los jefes, formaron una expedición en dirección a la escalera,  dispuestos a hacer callar a los manifestantes. Como es natural, la comitiva estaba encabezada por La Pera.

         Allí estaban los dos equipos antagonistas, separados por tres escalones: arriba, La Pera con los suyos, amenazando; abajo los manifestantes, parapetados detrás de El Sindicalista, formados en uve como los ánsares, dispuestos a no moverse ni un milímetro.

         Bajaron la mujer y los suyos determinados a acabar con aquella algarabía. Con mucha seguridad ella se dirigió al hombre y,  acercándose temerariamente a su cara, le gritó que se fuera a molestar a la calle. La respuesta de él fue contundente: le pegó un bastonazo con precisión milimétrica entre las cejas que le partió las gafas en dos mitades  exactas. Sin duda veía con los ojos de la indignación lo que no podía ver con los de la cara. 

         Al recibir el impacto la mujer cayó al suelo gritando. Con su voz aguda emitía un chillido desagradable que interrumpía para tomar aire intermitentemente, y el sonido  subió por las escaleras y se coló en todas las dependencias hasta adueñarse de la totalidad del edificio.  

         Automáticamente se activó el Plan de Evacuación para Catástrofes, y, a las ordenes del Comité de Emergencias, se pusieron en marcha las Brigadas de Apoyo que ordenadamente y en pocos minutos, siguiendo el protocolo tantas veces ensayado,  dirigieron a todos los trabajadores a la calle. Los brigadistas se extrañaron al llegar al portal y ver a La Pera sentada en el suelo con las gafas rotas y gritando y a El Sindicalista enfrente pitando. Tardaron muy poco en darse cuenta de  que se había activado el Plan sin identificar debidamente el Riesgo, pero ya era imposible volver atrás: los bomberos tendrían que encargarse de hacer callar a La Pera, ni más ni menos.

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jueves, 13 de septiembre de 2012

SE VAN LOS MONTAÑEROS, SE VAN, SE VAN


              




SE VAN LOS MONTAÑEROS, SE VAN, SE VAN



En la fonda de ese pueblo serrano y pintoresco, al que se llega por la carretera más alta de la península y se elabora el jamón con denominación de origen que da fama a su nombre, se iban juntando poco a poco los montañeros en los días previos a las grandes travesías.        

Antes de acometer la aventura de atravesar la cordillera coronando los “Tresmiles”, que es como  llaman a los picos de más de tres mil metros de alturac, se reunían para cenar y hablar del plan a seguir en la excursión. Para hacer acopio de fuerzas y empezar con energía se sentaban en el comedor donde el posadero les servía gigantescos bocadillos de jamón, según costumbre, acompañados de buenas jarras de vino de los cortijos del valle.

Para fomentar las tertulias, les servía de postre grandes tazones de chocolate caliente, invitándoles previamente a sentarse en el salón frente a la chimenea. Tenía la costumbre de dejar las llamas como única fuente de luz, con lo que conseguía  crear un ambiente más que apropiado para la velada.

Eran aquellas tertulias mágicas, como corresponde a semejante escenario, en las  que participaban todos hasta la hora de dormir, incluida la familia del posadero. Se sucedían las aventuras de montaña, las leyendas de reyes moros enterrados en los ventisqueros debajo de las nieves perpetuas, las historias de acequias y horas de riego por costumbres mantenidas desde hacía más de cinco siglos, y también, cómo no, se hablaba de aparecidos y de ánimas vagabundas que erraban por los campos en espera de que alguien se acordara de rezar por ellas para ser liberadas de su castigo y descansar eternamente. Siempre había algún aficionado a asustar que inventaba cuentos de cortijos abandonados y malditos, o casas del camino por las que había que tener mucho cuidado al pasar porque estaban ocupadas por perros rabiosos.

Tras la buena cena y la entretenida velada, unos dormían con miedo y otros sin él, pero en general dormían bien gracias al jamón, al vino y al chocolate, y volvían antes del amanecer al bar para partir a sus aventuras después de un gran desayuno con aguardiente incluido.
        
La hija de los posaderos, con apenas doce años, solía levantarse un par de horas antes, se reía mientras se desayunaba un vaso de orujo, procurando que no la viera nadie, y todavía de noche salía con sigilo en dirección a la casa vieja del camino, donde conseguía meter a todos los perros y gatos que podía atraer con restos de comida, los encerraba en el cuarto de abajo y al acercarse los excursionistas tiraba cuatro petardos y, cuando más alterados estaban los animales, les abría la puerta y salían como la yesca ladrando, maullando y tropezando con todo el que encontraban en su huida, asustando a base de bien a los montañeros que iniciaban su excursión. Así tenían algo que contar en la tertulia siguiente.

Otras veces se subía al piso alto de la casa abandonada, colocaba unas cuantas velas encendidas estratégicamente y se ponía un abrigo en la cabeza, cruzaba por las mangas el palo de la fregona, semejando un hombre sin cabeza con los brazos abiertos, y daba grandes alaridos mientras pasaban los excursionistas: terror matutino para empezar la aventura.

Como pasaba el día ensimismada preparando sus próximas gamberradas, se había creado fama de niña ejemplar. Pero a su madre no la engañaba: la había pillado muchas veces con las manos en la masa, aunque  comprendía que en aquel pueblo se aburría la chiquilla y, salvo por algunas advertencias sobre los posibles peligros de sus travesuras, había hecho la vista gorda. Al fin y al cabo las tertulias de las noches de verano en la posada se estaban haciendo famosas y el negocio cada día iba mejor.

Coincidían tiempos de grandes cambios en la economía del país, las directivas europeas lo habían destinado al negocio del turismo  y  la región reunía las condiciones precisas  para ser explotada: había que  sacar de la belleza de sus colores, de sus pueblos colgados de los barrancos y de su paz, lo que no se había  conseguido en los siglos de los siglos con la minería, la ganadería y la agricultura juntas.
        
A base de ayudas económicas para la puesta a punto, asesoramiento suficiente para ofertar atractivos en forma de  “Ferias de la Castaña”, “Turismo Rural” y “Navidades Blancas”, así como la difusión a los cuatro vientos de los atractivos de la zona, se consiguió convertir la región en destino preferente del turismo en cualquier época del año.

Los posaderos, uniendo su potencial al de la región, prosperaron mucho y en pocos años. Los mismos que tardó su hija en convertirse en una guapa muchacha que alternaba sus estudios con sus entretenimientos secretos, cada vez más sofisticados.

Transcurría el verano del último año del instituto y la niña estaba particularmente inquieta por los cambios que sufriría su vida a partir del mes de septiembre, cuando se trasladaría  a la capital para iniciar sus estudios en la universidad. A pesar de esas inquietudes, la niña continuaba divirtiéndose asustando a los excursionistas, y preparando el próximo susto, que había de ser espectacular por ser el de la despedida, sucedió algo que, por su magnitud, la dejó marcada para siempre.

Eran días de fiesta en todos los pueblos de la comarca y las verbenas llenaban de alegría la noche, se divertían los jóvenes y también los mayores. Como en todas partes, se bebía, se comía y se bailaba. Alegría para todos sin excluir a nadie, ni siquiera al pastor, que en esos días bajaba de las cumbres dejando a las ovejas al cuidado de los perros, abandonando su vida de ermitaño por unas horas.

El hombre, que no había bajado al pueblo en todo el verano, estaba encantado bebiendo sin miedo mientras miraba a las muchachas que bailaban y coreaban los estribillos que marcaba la orquesta. Cuando se hartó de tanto baile y tanto alcohol, se dispuso a marchar por el sendero que lo llevaba a los rediles donde dormían sus ovejas plácidamente, sin contar con que su cuerpo había llegado al límite y el sueño y la borrachera lo estaban venciendo. Acostumbrado a dormir en cualquier parte, la casa abandonada del camino le pareció un albergue ideal para pasar la noche, descansaría y continuaría por la mañana, de todas maneras a él no lo esperaba nadie, excepto sus perros y sus ovejas, que sabrían ir solas a los borreguiles a desayunar y a beber agua a las chorreras; los perros ya se las arreglarían cazando algún conejillo, tontos no eran.

Echó un vistazo a la casa y decidió subir al  piso de arriba para dormir más tranquilo, no prestó atención a los trastos que había por allí, no estaba el hombre para eso. Se durmió tranquilamente pero al rato las emociones de la tarde y los efectos de la bebida empezaron a dirigir su mente solitaria, hasta que los sueños de muchachas danzarinas, que movían sin recato sus faldas cortas, le hicieron subir la temperatura de tal manera que tuvo que quitarse la ropa para calmarse como él sabía y así dormir relajado y fresquito.

Antes de la madrugada la niña, como siempre, se dirigió a su factoría de gamberradas para preparar la correspondiente a ese  fin de semana. Iba tranquila y feliz, con la seguridad de quien se mueve en terreno propio; se sabía de memoria el camino, podía subir las escaleras sin cuidado porque lo había hecho tantas veces que sus pies esquivaban los tablones levantados y sorteaban los huecos sin necesidad de mirar.

El pastor había pasado la noche dormido en el piso de arriba desnudo como lo trajo su madre al mundo,  la madrugaba lo empujaba de nuevo a los sueños con las muchachas descaradas que bailaban y bailaban y en su interior nacía un deseo de procreación imparable. No estaba en condiciones de identificar los ruidos que se producían en la escalera, los crujidos de la madera se mezclaban con el estribillo de las canciones de  la orquesta, que se repetía una vez y otra en su cabeza: había un tractor amarillo que lo estaba volviendo loco. Ni siquiera había reparado en la excitación que le estaban produciendo las jóvenes del baile, cuando de pronto un alarido sobrehumano le hizo ponerse de pie de un salto, soltando un fenomenal grito, asustado al ver a una guapa joven de carne y hueso que también chillaba mientras se tapaba los ojos horrorizada. Hasta entonces el hombre no había sido consciente del tamaño de su pene, no había tenido ocasión de compararlo con otros, aparte de los de  sus perros o sus borregos, y alguna que otra caballería, no tenía más referencias.

La niña sí tenía referencias y no se  podía creer que aquél fuera de un humano normal, por eso gritó de aquella manera cuando entró en el cuarto de los miedos de  la casa embrujada y   vio a un hombre chillando levantarse  sobre dos piernas que le anclaban al piso , mientras una tercera señalaba al techo: dos miembros  hacia el suelo y uno hacia el cielo.            
              
Salió de la casa  corriendo,  sin atreverse a mirar atrás, y a partir de ese día no se han vuelto a producir más ruidos extraños, ni más gritos de terror, ni han salido perros rabiosos de la casa abandonada del camino de la  montaña.                  




miércoles, 18 de julio de 2012

¡AHÍ OS QUEDÁIS!



¡AHÍ OS QUEDÁIS!         

 Con ocasión de los distintos planes de promoción interna, la Administración convocaba oposiciones de turno restringido para los funcionarios que reunieran los requisitos de titulación, antigüedad y pertenencia a los distintos cuerpos inferiores.

 El primer ejercicio de la oposición consistía en una batería de preguntas sobre un temario, y el segundo, al que solo se accedía si se aprobaba el primero, se basaba en la resolución de un par de casos prácticos.  Para la preparación de este segundo ejercicio se organizaban clases o cursillos, siendo los profesores otros compañeros especialistas en las distintas materias. No era cosa muy formal: las clases se impartían en el mismo lugar de trabajo, un par de tardes a la semana.

      Y allí estaban los dos jóvenes funcionarios-estudiantes atendiendo al compañero-profesor que, con paciencia y amabilidad, planteaba  supuestos prácticos, exponía posibilidades, preguntaba las soluciones, explicaba y aclaraba las dudas que surgían y, finalmente, resolvía el caso con todos los requisitos, como si de un expediente real se tratara. Todo esto se desarrollaba en un ambiente de compañerismo con las bromas y los comentarios propios  de la edad de unos y del carácter del otro. Alegría y sabiduría, que concluían en aprendizaje seguro.

    En las otras mesas trabajaban los demás compañeros; aunque se procuraba hablar bajito para no molestarlos, algunas veces se escapaban las palabras y llegaban a sus oídos, y si sabían del tema en cuestión, intervenían y daban sus opiniones, o aprovechaban lo que  oían para aprender también, siempre que la rutina de su trabajo no se resintiera.

        Tan solo desde una mesa no se recibían aportaciones, ni preguntas, ni nada. Era la mesa del personaje más torpe que se puede encontrar en un trabajo de oficina, no se sabe cómo llegó hasta allí, puede ser que tuviera memoria fotográfica compatible con la ausencia de inteligencia, y que se aprendiera algún temario de memoria, o que procediera de determinados colectivos que tiempos atrás se reciclaban, incorporándolos a la Administración, cuando sus cuerpos de pertenencia desaparecían o por su edad no podían seguir en sus destinos, siendo jóvenes todavía para la jubilación reglamentaria. Este era el caso de algunos policías viejos y guardias civiles que ejercían allí sus destinos civiles.

        El hombre era muy torpe y lo más curioso es que lo sabía. Tenía un complejo tremendo y desconfiaba de todo y de todos. No era el único que andaba por allí con pocas luces, pero si estaba solo ejerciendo de tonto de remate, mientras los otros disimulaban por sus otras cualidades, simpatía, amabilidad, prudencia. Pero él no, él, por su carácter antipático se hacía notar más que nadie.

        Volvamos a las clases, que es en lo que estamos. Aquella tarde se estaba tratando un tema de Convenios Internacionales. El maestro expuso un caso de un hombre que había trabajado en Alemania, en España y en Francia, totalizando los periodos de trabajo en todos los países reunía el requisito de cotización exigido para obtener la pensión, pero no tenía suficiente tiempo en ninguno de los tres países por separado para alcanzar el mínimo necesario para una pensión, según las legislaciones nacionales. Se reproduce aquí el dialogo entre profesor y alumnos:

        -Profesor: ¿Cómo se resolvería este expediente?

        -Alumno: Pues en régimen de “Prorrata-témporis”

        Esa fue la última frase que pudo pronunciar el muchacho aquella tarde, porque, conforme la pronunciaba, cometió el error de mirar al funcionario torpe de la mesa de al lado, quién, sin saber cómo ni por qué, le lanzó una grapadora a la cabeza, abriéndole una brecha en la frente que lo dejó allí en el suelo con la sangre cubriéndole la cara.   
   
        Son muchas las comparaciones que se hacen para definir la magnitud de la décima de segundo, pero pocas son tan reales como ésta: contar el tiempo transcurrido desde que el muchacho pronunció la terrible composición de palabras, hasta que la grapadora le aterrizó en la cabeza después de un vuelo en curva por la oficina, la define tan bien que  debían de utilizarla en los libros de texto para jóvenes.   

        Lógicamente, cuando lo llamó el director, el  hombre estaba compungido y arrepentido, más bien asustado.  Y ante la exigencia  de una explicación convincente sobre los motivos que lo habían llevado a reaccionar de una forma tan violenta, el infeliz se excusó diciendo:

        -Es que se ríen de mí, se inventan palabras para ridiculizarme.

        Ante una explicación tan impropia, que  no solo demostraba que no tenía fundamento alguno, sino que también dejaba al descubierto su ignorancia en materias tan corrientes para su trabajo, el director no pudo reprimir la risa, corriendo el riesgo de ser descalabrado como el otro. Pero no ocurrió eso, porque si  algo sabía el hombre era que los jefes son intocables. Al final todo quedó en una  anécdota, gracias a esa risa y  a la buena voluntad del alumno agredido, que no quiso echar más leña al fuego: él sabría con qué cara había mirado al tonto, mientras pronunciaba la fatídica  frase: “En régimen de prorrata-témporis”.

        Su trayectoria laboral continuó poco tiempo más, pronto llegó el día de su jubilación. Los compañeros que se encargaban de organizar la comida homenaje que se hace en esas ocasiones, no las tenían todas consigo, pensaban que no iba a ir nadie, como ha pasado alguna que otra vez, por lo antipático e insociable del jubilando. Como es de suponer era de esos que nunca habían participado en homenajes ni en regalos para nadie. Pero, aunque por méritos propios no se había hecho acreedor de tal cosa, sí que se apuntó mucha gente, unos por curiosidad, a ver qué decía en el  acostumbrado discurso de agradecimiento un hombre que casi nunca hablaba con nadie.  Y  otros porque no se perdían ninguna, pero todos iban con cuerpo de hartarse de reír, tratándose  de semejante personaje algo memorable se  esperaban.

        Efectivamente, algo pasó. Después del discurso de despedida que pronunció el director agradeciendo sus servicios y brindándole el apoyo de todo el colectivo para el futuro, vinieron los regalos y los brindis y, por fin, le llegó su turno. Con una determinación desconocida en él, cogió el micrófono con una mano, mientras que levantaba la otra saludando,  se dirigió a los presentes y con potente voz dijo:

        -¡Ahí os quedáis Mierdas Secas!

Salió por la puerta y no se le volvió a ver.


martes, 19 de junio de 2012

CUENTOS DE LA PERRA GORDA






        En primer lugar debo explicar el título de  estos cuentos, en los que quiero contar sucesos vividos por mí o por algunos compañeros, en el desarrollo de nuestro oficio de funcionarios de la Seguridad Social española.
        La sede provincial de Granada del organismo encargado de la gestión de la Seguridad Social, está en un soberbio edificio modernista, en pleno centro de la capital de la provincia, que ya desde su inauguración a final de los años 20 del siglo pasado, se ha conocido como la Casa  de la Perra Gorda, nombre que deriva de la denominación que la gente dio a los primitivos sistemas de protección social obligatorios, en los que  por medio del abono de una perra gorda diaria (10 céntimos de peseta) por parte del empresario, se garantizaba una pensión de vejez a los trabajadores al cumplir los sesenta y cinco años, que ascendía a la cantidad de 365 pesetas anuales, una peseta al día que, aunque modesta, en aquellos tiempos inseguros, era un escudo contra el hambre nada desdeñable.
        A pesar de que  algún directivo despistado, procedente de otras regiones  de carácter más serio y formal, pretendió borrar esa denominación por considerarla anticuada e indigna, con resultado de fracaso absoluto en el intento, la Casa de la Perra Gorda no ha perdido su glorioso nombre, así se la conoce y así se conocerá mientras siga en pie y cumpliendo sus objetivos, si se le permite, que esa es otra cuestión.
        Es la Perra Gorda el lugar donde hemos trabajado los funcionarios de la Seguridad Social y donde han ocurrido estos hechos que voy a contar a los que, en consecuencia, he llamado "Cuentos de la Perra Gorda".





LOS PEREJILOS


LOS PEREJILOS



        En el patio de operaciones no cabía ni una persona. Desde primera hora de la mañana habían ido llegando con su carta en la mano, ellos suelen acudir temprano a arreglar sus asuntos, les sobra tiempo y una carta de la Seguridad Social, invitándolos a presentarse personalmente, es motivo de zozobra y preocupación, así es que cuanto antes se cumpla, mejor.
        La idea de perder la pensión les ronda por la cabeza y algunos ni duermen esa noche, de nada sirve que el plazo sea de treinta días, y de nada sirve que la carta esté escrita en términos amables y sin amenazas de ningún tipo, más bien como una súplica “Rogamos que se presente provisto de su documento de identidad, a efectos de realizar un control de vivencia”, palabras extrañas que para la mayoría de ellos suenan a peligro inminente.  Por eso a media mañana el patio se quedó chico y la cola salía a la calle y daba la vuelta a la esquina. 
        Los funcionarios que atendían al público aceleraban el trámite, comprobaban el documento y señalaban con una “P”, de presentado, el nombre que aparecía en el listado, trabajo fácil y rápido, que apenas duraba un par de minutos. No obstante,la gente se agolpaba en la cola con su carta en la mano y haciendo comentarios entre ellos: que qué querrán ahora, qué nos irán a decir, a ver si es para quitarnos la paga. El murmullo no cesaba, pero era solo eso: un murmullo, un ruido de fondo conocido e inofensivo muy habitual en aquel lugar.
        De repente el murmullo se convirtió en gritos y ruido de golpes. Se formó un remolino cerca de la puerta que separa el patio de la entrada del edificio, en el centro de la trifulca y repartiendo guantazos a derecha e izquierda estaban Los Perejilos, con sus cuerpos grandotes y pesados, insultando, gritando y pegando a todo el que se les acercaba.
        Esta singular pareja la formaban una madre y un hijo. No tendría el muchacho, por aquel tiempo, más de dieciocho años, la madre ni se sabe. Quizás, si se hubiera criado en un entorno fácil, el hijo se habría convertido en hombre normal, al menos, tan normal como otros muchos, que han vivido vidas insignificantes, pero al fin y al cabo,  vidas normales. Pero El Perejilo, no tuvo esa suerte, la normalidad nunca se hizo hueco en su casa, ni para él, ni para su familia, que se reducía a su madre, su madre y nada más que su madre. El origen de todos sus males, la autora de su vida había sido también la autora de su destrucción.
        No se conoce cuáles fueron los principios de aquella mujer; ni de dónde venía, ni qué camino había recorrido. Había aparecido por las calles de la ciudad sucia y harapienta, con su cuerpo inflamado por la enfermedad y el alcohol, arrastrando a su hijo, tan harapiento y tan alcoholizado como ella, desde los inocentes tiempos de la primera infancia. No era gente tranquila, no. Cualquier cosa les irritaba, daban gritos y empujones a todo el que se les cruzaba, organizaban trifulcas sin razón alguna, por donde pasaban había escándalos, no pasaban desapercibidos nunca. Conforme el hijo se hacía mayor, la cosa se agravaba, porque a los insultos y los gritos de la madre se unían los guantazos del hijo, que luchaba hasta con su propia madre, con la que de vez en cuando, a falta de contrincantes válidos, formaba espectaculares peleas, en las que recibían y propinaban los guantazos, a partes iguales, el uno y la otra.
        Una vez que se ha hecho un retrato aproximado de los dos protagonistas de esta historia, se va haciendo necesario acudir al patio de operaciones de la Casa de la Perra Gorda, donde los hemos dejado repartiendo leña, no vaya a ser que las cosas pasen a mayores.
        Tratando de apaciguar los ánimos, los funcionarios consiguieron separar a la pareja, dejando al hijo en la cola y convenciendo, con mucho tacto, a la madre  para que se sentara en una silla aparte, así se le haría más fácil la espera, finalizando de esa manera la algarabía que se había formado. Fue necesario pedir perdón  al resto del público que, lógicamente, estaba alborotado porque se habían colado, la verdad es que fueron comprensivos, porque ya habían comprobado que ninguno de los dos  tenía sus facultades en condiciones, y lo verdaderamente conveniente era que se fueran cuanto antes.
        Durante un rato la dinámica de la cola siguió su curso natural, con eficacia el funcionario comprobaba en su listado el nombre del pensionista, miraba la documentación que lo identificaba y le ponía la correspondiente señal y pasaba el siguiente, todo transcurría en paz;  el muchacho avanzaba, paso a paso, con la carta de la madre en la mano, mientras la mujer, sentada en su silla,  se había tranquilizado tanto que parecía que estaba dormida, cosa natural después de tanto jaleo y tanto aguardiente.
        Cuando llegó su turno se dirigió desafiante al funcionario con la carta en la mano diciendo:

-¿Qué quiere decir esto?

El hombre contestó como pudo:

-Se ha citado a su madre para comprobar si está aún viva.

        Y en aquel momento se volvió hacia donde estaba su madre y  se produjo un diálogo a voces tan disparatado, que se quedó para siempre en la memoria de los presentes.


-¡Maaama!

-¡Quééé!

-¡Que si estás viva o que si estás muerta!

-¡Vaya pregunta!¡Estoy viva! ¿Como iba a venir si estuviera muerta? ¡Vamonos que yo me cago ! ¿ no te cagas tú ?

-¡Yo me meo!

        Y sin esperar más explicaciones tiró la carta sobre el mostrador, miró al público como si hubiera ganado la batalla de la inteligencia, se giró hacia donde estaba su madre y con un gesto de la mano le indicó la dirección a la puerta y por ella salieron los dos riéndose a carcajadas para perderse por las calles, donde continuaría su rutina de peleas y alcohol, mientras sus cuerpos aguantaran.
        Y aguantaron, pero no mucho tiempo más, algún día se empezó a ver al hijo solo, merodeando por los sitios habituales y con la misma borrachera, pero solo. Durante un tiempo paseó tranquilo por la ciudad, aunque  poco a poco fue recobrando su talante y aún anda por ahí detrás de cualquier follón que se monte, ya sea  procesión, manifestación o lo que sea. Pero ahora está mucho más pacífico, sin duda la influencia materna nunca  le hizo mucho  bien.