jueves, 15 de noviembre de 2012

LOS DOMINGOS








A los domingos de invierno, en la infancia, les pasaba como a  todo en la vida, no llegaban a ser perfectos. Contaban con ingredientes suficientes para ser el día más feliz de la semana y, sin embargo, a pesar de sus horas felices, llegaba un momento en que todo se venía abajo y aparecía la tristeza. 
Su principal mal radicaba en su soledad. Eso de ser el único día de descanso de la semana los condenaba, cuando menos, a terminar en decepción ante la irremediable llegada del antipático lunes.
Eran tiempos de estudios y rutina; los niños de entonces solo contaban con una tarde libre a lo largo de toda la semana: la tarde del jueves, en el Colegio de los Niños y la del sábado en el Colegio de las Niñas. Casualidad o premeditación, lo cierto es que esas prácticas reducían al domingo a ser el único escenario posible para la confraternización entre unos y otras.
Y después de esperar seis largos días, llegaba el día de fiesta por fin; y entre paseos matinales, los tebeos, el almuerzo familiar y las tardes de cine en el Salón de Actos del Colegio de los Niños, se escapaba el domingo como humo de la chimenea, pero, eso sí, dejando un rastro de aventuras maravillosas para soñar toda la semana.
Entrar en el Salón de Actos, con aquella algarabía, que delataba,  más que el interés por la película, la ilusión por el hecho de pasar la tarde junto a los jóvenes del otro sexo, era el momento más excitante de toda la semana. A partir de ese instante, sin perder interés por los acontecimientos que se sucedían en la pantalla y mientras las historias se desarrollaban en aventuras fantásticas, las miradas se escapaban de un lado a otro buscando unos ojos cómplices en los que refugiarse.
 Y qué pronto terminaba la tarde; hasta la película más interesante tenía un momento de bajón que hacía que en las mentes juveniles apareciera el miedo a oír aquella música precursora del odiado “The End”, con el  que la tarde se volvía triste, se acababa el domingo y devolvía la rutina a sus vidas.
Pero la vida es sorprendente: de repente, un día, al salir del cine, se unían dos manos y hacían el camino de vuelta juntas, sin separarse, y a mitad del camino, al pasar por algún jardín oscuro, un beso casi infantil iluminaba la noche, y se obraba el milagro de convertir el Fin de las películas en el momento más deseado de todo el domingo, llenando los corazones de los jóvenes de ilusiones desconocidas, que los cambiarían para siempre.

sábado, 3 de noviembre de 2012

EL CONYUGE


EL CONYUGE








La ley de Protección de Datos de Carácter Personal elevó a la categoría de delito lo que, generalmente, cualquier funcionario por ética y respeto cumplía escrupulosamente: los documentos que contienen información confidencial no pueden hacerse públicos bajo ningún concepto.  Lo que no impide que en la memoria guardemos algún que otro escrito que, por su singularidad, se haya hecho hueco en el anecdotario particular de cada uno de nosotros.

Eran especialmente emotivos aquellos escritos de  personas que apenas sabían leer y escribir y, sin embargo, se atrevían a defender sus derechos sin recurrir a profesionales, unas veces por no tener uno a mano, y otras veces por temor a la minuta. Esto era un error que pagaban caro, teniendo en cuenta que cualquier sindicato les hubiera representado de forma gratuita, pero ni eso sabían.

Conservada su esencia durante décadas en los archivos del recuerdo, por su ingenio y por su arte, voy a tratar de reproducir aquí, lo más fielmente que me permita mi memoria, alguno de esos escritos que fueron presentados por personas valientes que, creyendo en su verdad, pretendieron defenderse sin más armas que la razón, su razón.

Especialmente memorable fue  una reclamación que presentó una mujer de la Alpujarra, a la que le habían denegado la pensión de incapacidad, con el argumento de que las lesiones que tenía eran compatibles con el trabajo. La señora era trovera y escribió todo el texto en verso, o como se quiera llamar un conjunto de versículos sin técnica alguna, pero sonoros como si lo fueran. Su objetivo era demostrar que no estaba conforme y elaboró su recurso a base de estrofas que ensalzaban las virtudes de los miembros del tribunal, combinando las alabanzas con  sus argumentos, sus quejas o sus ruegos; sin dejar atrás ni uno solo.  Imposible de recordar el texto entero. Como muestra reproduzco el primero de ellos,  al que seguían otros cinco parecidos, uno por cada uno de los miembros  del órgano calificador, que había frustrado sus expectativas.

“Doctor  Alberto Capilla,
hombre sabio y muy cabal,
Cómo quiere que yo vaya
a recoger la aceituna,
sabiendo mi enfermedad”


Incontables son los papeles que se recibían repletos de disparates, unos sin identificar y otros firmados y bien firmados, como el dibujo que ilustra este relato, que acompañaba a una solicitud de cambio de domicilio, y con el que su autor pretendía explicar cuál era su nueva dirección.

Pero ninguno como aquél que mandó un hombre, al que se le reclamaba una deuda porque había cobrado un complemento familiar por su esposa, siendo viudo desde hacía tiempo. La rebaja en la pensión era cuantiosa, no solo se excluía el complemento, sino que se sometía a descuentos parciales para saldar la deuda contraída. Es necesario aclarar que se trata de pensiones mínimas, ya que las máximas no necesitan complementos, se sobran y se bastan con ellas mismas.  El pobre, cuando comprobó que la pensión se había reducido a la mitad, presentó una carta que nos hizo reír primero, para lamentarlo después.

“Me quitan la mitad de la paga porque soy viudo,  y no tienen en cuenta que tengo yo más cónyuge con mi sobrina que el que tenía con mi mujer, porque con ella tengo cónyuge todos los días: lunes, martes, miércoles, jueves viernes, sábado y domingo, hasta el día de Navidad y día del Corpus.”

Como es de esperar hubo bromas en la oficina con el cónyuge de la sobrina durante una temporada, hasta que un día vino la trabajadora social del pueblo y nos comentó que se trataba de un ciego y que vivía con una sobrina y su familia, como aquel coronel loco que encarnaba  Al Pacino, en la película Esencia de Mujer.

Desde que se quedó solo el hombre había sido adoptado por aquella buena gente que  lo atendían con cariño y dedicación. Y él les correspondía aportando su paga para ayudar a la exigua economía de la casa. El pobre entendía que la palabra “cónyuge” significaba “obligación”, y él se sentía más que obligado con ellos; por eso, cargado de indignación, dictó aquella carta. Se acabó la diversión, la tragedia del ciego apagó las risas que causó su infeliz confusión.

No sería justo concluir esta historia sin rendir homenaje a los sufridos miembros del Servicio de Correos, que, con más fe que otra cosa, han hecho llegar, en ocasiones, las cartas a su destino sin más datos en el sobre que “A las  Pagas”, “Señor Director Don Tomás”, o “Caja de Pagos”, lo que demuestra las facultades adivinadoras que ha llegado a desarrollar el colectivo.