jueves, 19 de julio de 2018

EL OLOR DEL RECUERDO




Cuando la mayor parte de la vida se puede resumir en recuerdos es que uno se ha hecho muy mayor, pero aún así se cuenta con que, con suerte, puede quedar un buen trecho por vivir y para ese tiempo que nos queda reservamos proyectos e  ilusiones, con la esperanza de que lo mejor de la vida está por llegar. Así se ve desde el punto de vista del optimista, que los otros se las arreglen como puedan con sus miedos y sus penas, que yo me acojo a esta modalidad, disfrutando del presente mientras tanto.

Repasando los recuerdos de la infancia, buscando el más lejano para empezar el relato, encuentro sensaciones inconfundibles, y a través de ellas revivo situaciones con todo lujo de detalles, aunque no sabemos si el tiempo las ha adornado según conveniencia o fue así como todo ocurrió. Lo que si comprendo es que de todo aquello que ahora recuerdo se puede decir que surge el principio de una historia, para el mundo insignificante, pero para mí muy importante por ser la mía.

 Lo que se encuentre en mi memoria lo contaré, no porque sea de interés público sino por contribuir al entendimiento de una época y un entorno determinado, para los que han llegado después.

El olor.

El poder evocador de los olores es incuestionable, los científicos explican que el olfato tiene una fuerte conexión con el cerebro emocional y la memoria, siendo  este uno de los sentidos más poderosos del cuerpo humano no es extraño que muchos de los recuerdos estén ligados a un aroma,  precisamente a esa forma de guardar o evocar sucesos es a lo que se llama memoria olfativa.

También dicen los estudiosos que los primeros olores que percibe el niño ocupan un lugar privilegiado en el cerebro, sobre todo cuando van unidos a otras sensaciones agradables, es por eso que recurro al olor para buscar los recuerdos más antiguos de mi existencia, advirtiendo a los lectores que los voy a llevar a la primera parte de la década de los años 50 del siglo pasado. ¡Casi nada!

Es un día de invierno, lo sé porque llevo calcetines y hace frío, en casa siempre hace frío, hasta en verano hace frio; vivimos la mayor parte del tiempo refugiados en la enorme mesa camilla donde un brasero nos ampara, de allí no nos sacarían ni los bomberos si empezara a arder; al pasillo del enorme y decimonónico piso le llamamos Siberia, cualquiera se atreve a ir al cuarto de baño, aguanta uno lo que pueda, a lo mejor aguantando un rato se pasan las ganas y ya se irá  a la próxima, cuando no haya más remedio, y así al menos nos habremos ahorrado una tiritona.

Llaman a la puerta, de los usuarios de la mesa camilla no se mueve ninguno para ir a abrir, alguien del territorio de la cocina lo hará, porque de esas llamadas se vive en esta casa, será un cliente de mi padre de los muchos que acuden a diario al despacho o  quizás sea un pasante o el cartero, a mi no me importa ninguno, como soy chica no me dejan abrir la puerta, que si me dejaran me saldría a la calle que es lo que a mí me gusta.

Al poco rato mi padre entra en el cuarto de estar con una enorme cesta que emite un olor embriagador, es un aroma delicioso que invita a comerse lo que sea que haya dentro: la masa recién horneada emite vapores que delatan la deliciosa mezcla de huevos, harina, aceite, canela, azúcar y limón, que ha sido procesada y está ocupando, dividida en pequeñas porciones, las cestillas de papel característico, son magdalenas caseras, que cuando están recién hechas dejan de ser un dulce corriente para convertirse en uno de los mejores manjares que ha creado la repostería.

"Aquí dejo esta cesta de magdalenas que ha traído un cliente, las acaba de hacer su mujer, todavía están calientes. Guardadlas que no se pueden comer hasta que no se enfríen, que pueden sentaros mal."

Mi madre muy diligentemente ha guardado la cesta en el repostero, ese mueble del comedor estilo colonial, tan común en aquella época, que servía para guardar las mantelerías y demás enseres de la mesa,  las cajas de galletas y cosas así o los costureros de mimbre con flores de fieltro en la tapa, había sitio para todo en los reposteros aquellos. Le ha hecho un  sitio a la cesta en el espacio de abajo del mueble, que se cierra con dos puertas, y sin preocuparse por nada más se ha vuelto al cuarto de estar a sentarse en su mesa camilla.

Desde que llegó el preciado regalo la niña no piensa en otra cosa que coger una magdalena y comérsela, pero ha advertido que eso no puede ser por estar calientes, además los niños de aquel tiempo no cogían nada, por muchas ganas que tuvieran, sin que se les diera permiso, así eran las cosas. Su cabeza de cuatro años no para de estudiar la manera de conseguir su propósito, hasta que en un descuido, y aprovechando su reducido tamaño, sale de la habitación sin ser vista, va al comedor y lo mismo que cupo la cesta, ella cabe en el mueble, entra por la misma puertecilla y la cierra tras de sí. La cesta desprende un calorcillo agradable y el olor es embriagador, primero coge una magdalena y se la come entera, después otra y después, como ya no le caben más en su cuerpo pequeño, opta por comerse solo la capa de encima, una costra de azúcar endurecida por el calor del horno y aromatizada por la canela, que desde ese momento será uno de los sabores que no podrá olvidar mientras viva,  aún hoy día,  si puede, lo primero que se come de los dulces caseros de horno es el azúcar que los cubre.

Dentro del repostero se está bien,  el calorcillo de la cesta y lo reducido del espacio convierten al escondite en un hábitat confortable que invita al sueño, como la digestión de tanta magdalena requiere una buena siesta se ha dormido plácidamente.

Por muchos niños que haya en una familia o por muy grande que sea la casa, y aquella lo era, no se tarda mucho tiempo en echar de menos al más pequeño si lleva un buen rato desaparecido, y después de buscar por un sitio y por otro,  mirar debajo de todas las camas y en todos los rincones sin encontrar a la niña la alarma se ha  disparado, tanto es así que se ha pensado recurrir a la policía, aprovechando que uno de los pasantes del padre es inspector se le ha encargado la investigación, concluyendo que en alguna parte de la casa tiene que estar, porque la puerta del piso ha estado cerrada, siendo imposible para la niña abrirla sin recurrir a una persona mayor debido a su pequeña estatura.

Con el alboroto familiar, en el que participan vecinos y pasantes, la niña se ha despertado y ha abierto la puerta del repostero disponiéndose a salir de su escondite feliz. El grito de su madre la ha asustado y se ha puesto a llorar, piensa que todo lo malo que ella ha hecho ha sido comerse las magdalenas sin esperar a que se enfríen, no entiende la regañera de su madre y se refugia en los brazos de su padre como siempre, que, una vez liberado del susto, se ríe a carcajadas cuando ve las magdalenas destrozadas como si una legión de ratones hubiera pasado sobre ellas.

Y hasta aquí el recuerdo que me ha traído el aroma del bizcocho que se cuece en el horno. No hay duda del perfecto funcionamiento de mi “memoria olfativa”, que en esta ocasión ha servido para dar a conocer al mundo mi “Salida del Armario”. Aunque es verdad que dicho concepto ha cambiado mucho de significado con el paso del tiempo.

Tengo que reconocer que esa no fue la única vez que me investigó la policía, pero dejemos que algún otro sentido ejerza su poder de evocación y traigan más recuerdos que den lugar a otros relatos.