jueves, 28 de enero de 2010

El Fantasma de la Orden









EL FANTASMA DE LA ORDEN





        Yo tuve la suerte de vivir tres años en Huelva. Fue mi primer destino laboral. Llegué muy joven y sin conocer a nadie, lo que no fue un problema porque aquella gente me acogió con su generosidad y su simpatía como si me conocieran de toda la vida y muy pronto pasé a ser "choquera" por adopción. Aprendí muchas cosas allí que han influido en mi trayectoria; incluso ahora, que han pasado tantos años, observo que hay características de mi forma de ser que no las traigo desde mi nacimiento, ni tampoco las vi en mi familia, son facetas de mi conducta asumidas como propias y que en realidad fueron copiadas de aquellas buenas personas. Tengo una deuda de gratitud con el destino que me llevó a esa tierra que nunca podré olvidar por la influencia que ese tiempo tuvo en mí y porque los buenos amigos que dejé se encargan de que eso no ocurra, manteniendo intactos el afecto y la amistad, y eso que hace más de treinta años que los dejé.  Su extraordinario sentido de la hospitalidad me ha marcado para siempre.

        Fue un gran comienzo de vida laboral, aterricé en mi futuro con buen pie: en aquella oficina conocí lo que significa el compañerismo, el buen ambiente de trabajo, la tolerancia, la generosidad y las risas, supe mucho de risas. Raro era el día que en el trabajo o en la calle no pasaba algo digno de mención, y raro era el día que a alguien no se le ocurría una frase o una broma que se quedaba en mi memoria y me servía para divertir a mi gente cuando volvía a casa a pasar un fin de semana cada quince días. Tuve la oportunidad de ver de cerca el milagro de un pueblo que convierte acontecimientos cotidianos en sucesos divertidos dignos del mejor de los sainetes. 

        Para honrar a esas gentes que tanto me dieron voy a contar algunas historias que viví o conocí en el tiempo que estuve entre ellas. Y ninguna mejor para empezar la serie que la de aquel fantasma que una noche de invierno hizo su aparición en forma de extraños ruidos que asustaron al vecindario y dispararon los resortes de la imaginación popular.

        Al noroeste de la ciudad de Huelva, separado del centro por el Cabezo del Conquero, está el barrio de La Orden, un barrio planificado en los años sesenta para expansión de la ciudad, que dio cobijo a numerosos trabajadores que llegaron a la capital para ocupar los puestos de trabajo creados por las grandes fábricas de industrias químicas que, con motivo de la implantación del polo de desarrollo, se instalaron en la periferia. Esta afluencia dio lugar al mayor crecimiento que la ciudad ha conocido, contribuyendo a su transformación en la capital de la provincia próspera y emprendedora que es actualmente.

        En este barrio, hacia 1975, en un edifico de nueva construcción, una torre de diez plantas con cuatro pisos por planta, recién ocupadas las viviendas por las cuarenta familias correspondientes, ocurrieron unos hechos que conmocionaron la vida ciudadana, aunque la verdad de lo ocurrido solo la supieron los protagonistas, voy a contar lo que quedó en la memoria de la gente después de refundir las distintas versiones que corrieron por las calles.

        Sobre las tres de la madrugada de una húmeda y fría noche de invierno, unos sonidos extraños despertaron al vecindario, unos golpes acompasados que parecían seguir un código raro, con pretensiones de mensaje en alfabeto Morse o algo así: uno, uno dos, uno, uno dos… Sin parar durante un buen rato.

         Hubo reacciones de toda índole: el marido que le dijo a su mujer que cómo se le podía ocurrir a la gente colgar los cuadros a esas horas, o aquel que se quejaba de la clase de vecinos tan maleducados con los que tenía que convivir en adelante, o la señora que con preocupación decía a su esposo que algo malo tenía que pasarle a algún vecino porque no era normal hacer ese ruido a esas horas, pero a ninguno se le ocurrió que se tratara de algo sobrenatural, ni mucho menos, hasta ahí no llegó nadie por el momento. Además, no sabían que ese ruido se había oído en todos los pisos sin excepción, para ellos era cosa cercana, de los pisos que tenían al lado, encima o debajo, pero no se les podía pasar por la imaginación que los sonidos alcanzaron a todo el edificio.

        Como todos eran nuevos y no se conocían todavía, por la mañana ni los que coincidieron en los ascensores, ni los que se cruzaron por la escalera o en el portal, hicieron comentario alguno. A esas horas ya se les había olvidado el enfado que habían cogido tan solo unas horas antes. Sin duda, en la mayoría de las casas se comentó el asunto en algún momento del día, pero sin darle más importancia que la que tiene no haber descansado lo suficiente. Excepto algún vecino que contó de pasada que se habían oído ruidos por la noche en la tienda del barrio mientras compraba el pan o los yogures, nadie hizo especial mención del suceso fuera de la familia.
       
        Por la noche ninguno se acordaba ya del suceso. Se fueron a dormir unos más tarde y otros más temprano, cada cual según su costumbre, hasta que el sueño reparador se adueñó del edificio. Pero la paz no duró mucho pues, más o menos a la misma hora que la noche anterior, sonó el primer golpe y sucesiva y rítmicamente los demás: uno, uno dos, uno, uno dos… Esta vez sí se despertó el miedo junto con la gente, y poco a poco hicieron lo que no se les ocurrió la noche anterior: salieron al rellano de la escalera, dispuestos a averiguar de qué piso venían los ruidos.

         Ahí empezaron a conocerse los vecinos, esa fue su presentación. Causó sorpresa general el descubrimiento de que los golpes se habían oído en todas las plantas sin excepción. Tras los comentarios iniciales y cuando cada uno expresó sus sensaciones y ya que habían cesado los ruidos, los vecinos se fueron poco a poco a sus casas a descansar. Algo de tranquilidad les había dado sentirse arropados por el grupo.

        Al día siguiente sí hubo comentarios en el ascensor y en el portal entre los vecinos, y a través de la tienda del pan y del kiosco de prensa se fue difundiendo el suceso por todo el barrio. Pero aún no se había creado auténtica alarma, nadie se imaginaba que aquello no había hecho más que empezar.

        Llegó la tercera noche y volvieron los golpes, esta vez los vecinos salieron directamente a la calle, la cosa se estaba pasando. ¿Quién podía ser capaz de seguir con una broma que estaba indignando demasiado a un vecindario que en adelante iba a ser el suyo? Y si estaban todos en la calle asustados, ¿quién daba los golpes? ¿Estaban todos de verdad? ¿Serían ruidos del Otro Mundo?

         El fantasma de los fantasmas empezó a planear por las cabezas. Volvieron a sus casas con mucho más miedo que la noche anterior y al día siguiente se pusieron los hechos en conocimiento de la policía.

        Imparable, la noticia llegó a todos los rincones y, pronto, se empezaron a recordar las antiguas leyendas que se habían forjado a lo largo de los siglos.

        El laberinto de caños y marismas que rodea la ciudad es el escenario ideal para las historias de piratas apresados con el engaño de un barco varado pintado de monstruo marino; de náufragos agarrados a los restos de una embarcación, en una noche de tormenta, que resultan ser un nazareno con su cruz que obra milagros; de túneles que cruzan la ciudad por debajo de los cabezos, seguramente el recuerdo secular de un acueducto construido en la zona por los romanos; y de leyendas de fantasmas de niñas, de monjas, de monjes, de marineros y de todas las formas y procedencias, como en todos los pueblos del mundo.

        Increíblemente las noches siguientes volvieron a sonar los golpes y por unos días el Fantasma de la Orden protagonizó la vida ciudadana. Los vecinos, cansados, salían a la calle a media noche, la policía seguía sus investigaciones y observaba la conducta de todos ellos cuando se producía el fenómeno nocturno, y así fueron descartando a unos y otros, hasta que una noche la policía hizo salir a todos los que no eran sospechosos antes de empezar los sonidos.

         Camuflados, habían ido analizando, planta por planta, si salían todos los habitantes de los cuatro pisos de cada planta y cuándo lo hacían, hasta que descubrieron que una muchacha salía siempre la última y cuando lo hacía ya no se oía nada más. Fue fácil: mandaron a la calle a los vecinos de los otros tres pisos y a ella la pillaron con las manos en la masa mientras golpeaba la pared que había al lado de su cama, la casualidad había querido que por dentro de aquella pared corrieran los tubos de la calefacción y, a través de ellos, llegara el sonido a todas las viviendas del edificio.

        Era una joven que vivía con sus padres. En el interrogatorio declaró que lo que había empezado como una broma inocente se le había ido de las manos y que no había sabido cómo parar. Muy arrepentida contó que el primer día que ocuparon su vivienda vio cómo llegaba un camión de mudanzas y con él nuevos vecinos, se asomó a la escalera y vio que iban a ocupar el piso que quedaba justo debajo del suyo, pero su sorpresa fue superior cuando comprobó que los vecinos de abajo eran la familia de un novio que tuvo y que la había dejado por otra. Pensó que si para vengarse le daba un sustillo no se iba a enterar nadie, pero no contaba con la capacidad difusora de los tubos de la calefacción.

         No fue conocida la pena que se le impuso, pero las consecuencias de la gamberrada marcaron al edificio por un tiempo. Pronto en los bajos comerciales surgieron los negocios: el más significativo fue aquel bar al que pusieron por nombre “El Fantasma de la Orden”, y que servía los exquisitos productos gastronómicos de la provincia de Huelva, tales como los “Fantasmas en escabeche”, o los “Fantasmitas fritos”, “Menudillo de Fantasma”, “Fantasma plancha”, “Fantasma Alioli”, ”Fantasma en Amarillo”, “Rebujito de Fantasmas”…

Hasta aquí llega mi historia del Fantasma de la Orden, siento no haber podido incluir un final más impactante, como correspondería a una historia de almas errantes y perdidas en el espacio y en el tiempo, esperando ser liberadas de sus penas; pero es que el suceso  tuvo ese final y no otro. Aunque, teniendo en cuenta que he contado la versión que mi memoria ha conservado tras el paso de treinta y tantos años, y que la conocí a través de las distintas versiones que aquellos días corrieron por las calles, es posible que lo contado difiera un poco de lo realmente sucedido pero, ¿no es eso lo que ocurre con todas las leyendas?

        En cualquier caso, creo haber cumplido mi doble objetivo de entretener un poco a los lectores y rendir mi particular homenaje a ese pueblo generoso que tan bien me ha tratado.

martes, 12 de enero de 2010

LAS LUCES


    Entre el público que venía a resolver asuntos a la Seguridad Social en los años setenta, era frecuente encontrar mujeres que no sabían leer y escribir. No ocurría lo mismo con los hombres, no porque hubieran ido a la escuela, que tampoco habían ido, sino porque en la "Mili" enseñaban a los que no sabían, seguramente era lo único bueno que sacaban del Servicio Militar. Normalmente, si había alguno que era analfabeto no lo declaraba, solían ser las mujeres las que se acercaban a nosotros para resolver los problemas, ellos, simplemente, se quedaban atrás.

        No por ser frecuente, dejaba de ser doloroso ver a una mujer humillada ponerse en tus manos diciendo: "Señorita me da mucha vergüenza decirlo, pero es que yo no sé leer", eso lo decían cuando no había más remedio porque tenían que firmar o rellenar algún papel en nuestra presencia, antes habían recurrido a parientes y vecinos que le hacían el favor de cumplimentar los documentos, eso si tenían suerte, porque también había desaprensivos que les cobraban un dineral por hacerlo y que aprovechaban la coyuntura para complicar las cosas y conseguir más correspondencia y por tanto más negocio. A pesar de haber desarrollado suficientes habilidades para conducir situaciones difíciles a fuerza de atender a tanta gente con tantos problemas, nunca pude acostumbrarme a semejante injusticia: ¡qué tuviera que avergonzarse la víctima de ser víctima!, el mero hecho de que la mujer pidiera perdón por no saber firmar me producía un desasosiego que hasta me hacía tartamudear, a base de oficio encontré la frase exacta que expresaba lo que sentía y siempre les decía lo mismo: "No, señora, a usted no tiene que darle vergüenza , a los que nos tiene que dar vergüenza de haberlo permitido es a todos los demás", no sé si entendían lo que yo quería expresar, pero sentía que las tranquilizaba, y sobre todo agradecían que les escribiera lo que ellas no sabían, aunque para firmar no tuviera más remedio que sacar el tampón de tinta azul e invitarlas a firmar con el dedo, eso sí, procuraba que pasaran a mi mesa para que lo hicieran sin que las viera el resto del público que por allí rondaba. He de decir que la mayoría de mis compañeros actuaba de la misma forrma. 

        Afortunadamente, a partir de la creación del Instituto Nacional de Servicios Sociales, se pusieron en marcha múltiples planes de atención a los más desfavorecidos, entre los que estaban las personas mayores, se fundaron Hogares del Pensionista en todos los pueblos y en los barrios de las ciudades y en colaboración con los servicios sociales de los ayuntamientos, se impulsaron campañas de educación de adultos, creando Escuelas de Mayores donde muchas personas han podido cumplir su sueño de aprender, dejando atrás un complejo que les venía pesando toda la vida. Yo he conocido a muchas de ellas y me consta que eso les ha cambiado la vida. Entre todas, hay una que merece que yo escriba lo que ocurrió para que a partir de una confusión de términos y de unas risas consiguiera lo que quería, demostrando de paso ser una persona agradecida.

    Se presentó la mujer para solicitar una prestación y traía su formulario cumplimentado y la documentación necesaria en regla, alguna persona le había preparado los documentos y le había rellenado los cuestionarios, me dí cuenta que lo había hecho con letra redonda y clara propia de una persona joven. Pero faltaba una certificación que tenían que expedir en otra entidad, como traía todo tan bien preparado pensé que se podría resolver el expediente con rapidez, la oficina no estaba lejos y le recomendé que se acercara a por el papel que faltaba. Pero en contra de lo esperado la mujer empezó a dar excusas para no ir: "que era de un pueblo”,"que no le daba tiempo", "que podía perder el autobús"... A veces, las personas le dan a una cosa sencilla una dimensión exagerada y, generalmente, la reacción obedece a algo que les preocupa, porque para ellas es irresoluble. Como la vi tan nerviosa, quise ayudarla y llamé a la otra entidad para intentar que mandaran el documento por correo, me dijeron que no había inconveniente, pero que había que enviar un escrito de solicitud firmado por ella. Le conté el resultado de mi gestión muy satisfecha, pensando que se pondría contenta, pero apareció el verdadero problema, el de siempre, el que yo más odiaba: "Señorita es que yo no se escribir". No me dio tiempo a decir nada, con cara de súplica me cogió las manos y me dijo: "¡Señorita a ver si usted con sus “cortas luces” me lo puede hacer!". Mientras le hacía el escrito que necesitaba, no podía contener la risa pensando en que la pobre mujer me hacía la pelota al revés. Me preguntó que si me reía de ella y le dije que no, que había dicho una frase que me había hecho gracia pero nada más. Me contó la mujer que lo pasaba mal por no saber leer, que el resto de la documentación se la había escrito su vecina que era joven. Aproveché la ocasión para decirle que en su pueblo había una escuela para enseñar a leer a las personas mayores, que se informara en el Hogar del Pensionista si le interesaba.

    Bastante tiempo después, vino por la oficina la trabajadora social del pueblo de aquella mujer. Me buscó y me dio un sobre que mandaba la señora para mi, contenía una tarjeta de esas que se venden para los cumpleaños en la que había escrito con letra de principiante una misiva que decía: "Para que sepa que he aprendido y para darle las gracias”, y firmaba con su nombre y sus dos apellidos.

viernes, 1 de enero de 2010

Del blog de Juan, Feliz Año Nuevo

Feliz Año Nuevo para todos.
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El concierto de Año Nuevo, el ballet de la Ópera de Viena con sus bailarines vestidos por Valentino, el olor a café y tostadas que empieza a dar paso al aroma de caldo de pollo que se esta haciendo a fuego lento en la cocina, el perfume de Nina Ricci del ama de casa, la casa limpia y ordenada, la mesa de camilla calentita y sobre todo la imposibilidad de ir a ninguna parte porque todo está cerrado, están haciendo que este primer día de año sea un día realmente extraordinario. Muchas gracias y feliz Año Nuevo. Coco