A los domingos
de invierno, en la infancia, les pasaba como a
todo en la vida, no llegaban a ser perfectos. Contaban con ingredientes
suficientes para ser el día más feliz de la semana y, sin embargo, a pesar de
sus horas felices, llegaba un momento en que todo se venía abajo y aparecía la
tristeza.
Su principal
mal radicaba en su soledad. Eso de ser el único día de descanso de la semana
los condenaba, cuando menos, a terminar en decepción ante la irremediable
llegada del antipático lunes.
Eran tiempos
de estudios y rutina; los niños de entonces solo contaban con una tarde libre a
lo largo de toda la semana: la tarde del jueves, en el Colegio de los Niños y
la del sábado en el Colegio de las Niñas. Casualidad o premeditación, lo cierto
es que esas prácticas reducían al domingo a ser el único escenario posible para
la confraternización entre unos y otras.
Y después de
esperar seis largos días, llegaba el día de fiesta por fin; y entre paseos matinales,
los tebeos, el almuerzo familiar y las tardes de cine en el Salón de Actos del Colegio
de los Niños, se escapaba el domingo como humo de la chimenea, pero, eso sí,
dejando un rastro de aventuras maravillosas para soñar toda la semana.
Entrar en el
Salón de Actos, con aquella algarabía, que delataba, más que el interés por la película, la
ilusión por el hecho de pasar la tarde junto a los jóvenes del otro sexo, era
el momento más excitante de toda la semana. A partir de ese instante, sin perder interés por los acontecimientos que se sucedían en la pantalla y mientras las historias se desarrollaban en aventuras fantásticas, las
miradas se escapaban de un lado a otro buscando unos ojos cómplices en los que
refugiarse.
Y qué pronto terminaba la tarde; hasta la
película más interesante tenía un momento de bajón que hacía que en las mentes
juveniles apareciera el miedo a oír aquella música precursora del odiado “The
End”, con el que la tarde se volvía
triste, se acababa el domingo y devolvía la rutina a sus vidas.
Pero la vida es
sorprendente: de repente, un día, al salir del cine, se unían dos manos y hacían
el camino de vuelta juntas, sin separarse, y a mitad del camino, al pasar por
algún jardín oscuro, un beso casi infantil iluminaba la noche, y se obraba el
milagro de convertir el Fin de las
películas en el momento más deseado de todo el domingo, llenando los corazones
de los jóvenes de ilusiones desconocidas, que los cambiarían para siempre.
"No llegaban a ser perfectos". Me encanta Coco, que tristeza mas grande tener que esperar tanto de un dia...aunque a veces ese dia se convirtiera en el "gran dia".
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