Cuando
la mayor parte de la vida se puede resumir en recuerdos es que uno se ha hecho
muy mayor, pero aún así se cuenta con que, con suerte, puede quedar un buen
trecho por vivir y para ese tiempo que nos queda reservamos proyectos e ilusiones, con la esperanza de que lo mejor
de la vida está por llegar. Así se ve desde el punto de vista del optimista,
que los otros se las arreglen como puedan con sus miedos y sus penas, que yo me
acojo a esta modalidad, disfrutando del presente mientras tanto.
Repasando
los recuerdos de la infancia, buscando el más lejano para empezar el relato,
encuentro sensaciones inconfundibles, y a través de ellas revivo situaciones
con todo lujo de detalles, aunque no sabemos si el tiempo las ha adornado según
conveniencia o fue así como todo ocurrió. Lo que si comprendo es que de todo
aquello que ahora recuerdo se puede decir que surge el principio de una
historia, para el mundo insignificante, pero para mí muy importante por ser la
mía.
Lo que se encuentre en mi memoria lo contaré,
no porque sea de interés público sino por contribuir al entendimiento de una
época y un entorno determinado, para los que han llegado después.
El
olor.
El
poder evocador de los olores es incuestionable, los científicos explican que el
olfato tiene una fuerte conexión con el cerebro emocional y la memoria,
siendo este uno de los sentidos más
poderosos del cuerpo humano no es extraño que muchos de los recuerdos estén
ligados a un aroma, precisamente a esa
forma de guardar o evocar sucesos es a lo que se llama memoria olfativa.
También
dicen los estudiosos que los primeros olores que percibe el niño ocupan un
lugar privilegiado en el cerebro, sobre todo cuando van unidos a otras sensaciones
agradables, es por eso que recurro al olor para buscar los recuerdos más
antiguos de mi existencia, advirtiendo a los lectores que los voy a llevar a la
primera parte de la década de los años 50 del siglo pasado. ¡Casi nada!
Es
un día de invierno, lo sé porque llevo calcetines y hace frío, en casa siempre
hace frío, hasta en verano hace frio; vivimos la mayor parte del tiempo
refugiados en la enorme mesa camilla donde un brasero nos ampara, de allí no
nos sacarían ni los bomberos si empezara a arder; al pasillo del enorme y
decimonónico piso le llamamos Siberia, cualquiera se atreve a ir al cuarto de
baño, aguanta uno lo que pueda, a lo mejor aguantando un rato se pasan las
ganas y ya se irá a la próxima, cuando
no haya más remedio, y así al menos nos habremos ahorrado una tiritona.
Llaman
a la puerta, de los usuarios de la mesa camilla no se mueve ninguno para ir a
abrir, alguien del territorio de la cocina lo hará, porque de esas llamadas se
vive en esta casa, será un cliente de mi padre de los muchos que acuden a
diario al despacho o quizás sea un
pasante o el cartero, a mi no me importa ninguno, como soy chica no me dejan
abrir la puerta, que si me dejaran me saldría a la calle que es lo que a mí me
gusta.
Al
poco rato mi padre entra en el cuarto de estar con una enorme cesta que emite
un olor embriagador, es un aroma delicioso que invita a comerse lo que sea que
haya dentro: la masa recién horneada emite vapores que delatan la deliciosa
mezcla de huevos, harina, aceite, canela, azúcar y limón, que ha sido procesada y está
ocupando, dividida en pequeñas porciones, las cestillas de papel característico,
son magdalenas caseras, que cuando están recién hechas dejan de ser un dulce
corriente para convertirse en uno de los mejores manjares que ha creado la repostería.
"Aquí
dejo esta cesta de magdalenas que ha traído un cliente, las acaba de hacer su
mujer, todavía están calientes. Guardadlas que no se pueden comer hasta que no
se enfríen, que pueden sentaros mal."
Mi
madre muy diligentemente ha guardado la cesta en el repostero, ese mueble del
comedor estilo colonial, tan común en aquella época, que servía para guardar
las mantelerías y demás enseres de la mesa, las cajas de galletas y cosas así o los
costureros de mimbre con flores de fieltro en la tapa, había sitio para todo en
los reposteros aquellos. Le ha hecho un sitio a la cesta en el espacio de abajo del
mueble, que se cierra con dos puertas, y sin preocuparse por nada más se ha
vuelto al cuarto de estar a sentarse en su mesa camilla.
Desde
que llegó el preciado regalo la niña no piensa en otra cosa que coger una magdalena
y comérsela, pero ha advertido que eso no puede ser por estar calientes, además
los niños de aquel tiempo no cogían nada, por muchas ganas que tuvieran, sin
que se les diera permiso, así eran las cosas. Su cabeza de cuatro años no para
de estudiar la manera de conseguir su propósito, hasta que en un descuido, y
aprovechando su reducido tamaño, sale de la habitación sin ser vista, va al
comedor y lo mismo que cupo la cesta, ella cabe en el mueble, entra por la
misma puertecilla y la cierra tras de sí. La cesta desprende un calorcillo
agradable y el olor es embriagador, primero coge una magdalena y se la come
entera, después otra y después, como ya no le caben más en su cuerpo pequeño,
opta por comerse solo la capa de encima, una costra de azúcar endurecida por el
calor del horno y aromatizada por la canela, que desde ese momento será uno de
los sabores que no podrá olvidar mientras viva, aún hoy día,
si puede, lo primero que se come de los dulces caseros de horno es el
azúcar que los cubre.
Dentro
del repostero se está bien, el
calorcillo de la cesta y lo reducido del espacio convierten al escondite en un
hábitat confortable que invita al sueño, como la digestión de tanta magdalena
requiere una buena siesta se ha dormido plácidamente.
Por
muchos niños que haya en una familia o por muy grande que sea la casa, y
aquella lo era, no se tarda mucho tiempo en echar de menos al más pequeño si
lleva un buen rato desaparecido, y después de buscar por un sitio y por
otro, mirar debajo de todas las camas y
en todos los rincones sin encontrar a la niña la alarma se ha disparado, tanto es así que se ha pensado
recurrir a la policía, aprovechando que uno de los pasantes del padre es inspector se le ha encargado la investigación, concluyendo que en alguna parte de
la casa tiene que estar, porque la puerta del piso ha estado cerrada, siendo
imposible para la niña abrirla sin recurrir a una persona mayor debido a su
pequeña estatura.
Con
el alboroto familiar, en el que participan vecinos y pasantes, la niña se ha
despertado y ha abierto la puerta del repostero disponiéndose a salir de su
escondite feliz. El grito de su madre la ha asustado y se ha puesto a llorar,
piensa que todo lo malo que ella ha hecho ha sido comerse las magdalenas sin
esperar a que se enfríen, no entiende la regañera de su madre y se refugia en
los brazos de su padre como siempre, que, una vez liberado del susto, se ríe a
carcajadas cuando ve las magdalenas destrozadas como si una legión de ratones
hubiera pasado sobre ellas.
Y
hasta aquí el recuerdo que me ha traído el aroma del bizcocho que se cuece en
el horno. No hay duda del perfecto funcionamiento de mi “memoria olfativa”, que
en esta ocasión ha servido para dar a conocer al mundo mi “Salida del Armario”.
Aunque es verdad que dicho concepto ha cambiado mucho de significado con el
paso del tiempo.
Tengo
que reconocer que esa no fue la única vez que me investigó la policía, pero
dejemos que algún otro sentido ejerza su poder de evocación y traigan más
recuerdos que den lugar a otros relatos.
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