ROQUE PIÑONES, MAESTRO DE OBRAS.
Tenía Roque Piñones pinta de pillo hasta durmiendo, su cara redonda y morena se completaba con unos mofletes tintados de rojo brillante por la continua exposición al sol de la albañilería, la sonrisa permanente de su boca parlanchina mostraba una dentadura desastrosa, las dos paletas de arriba las tenía seccionadas en horizontal por la mitad, lo que las dejaba en franca inferioridad de tamaño con el resto de los demás dientes de su boca. Esas dos mitades de los incisivos las perdió en alguna aventura descabellada de la adolescencia, dejándole ese aspecto de chiquillo mellado que casaba de maravilla con su personalidad.
De oficio maestro de obras, había seleccionado una cuadrilla a su imagen y semejanza: un viejo albañil ducho en el arte de la paleta que cuando la resaca se lo permitía le resolvía los problemas de la obra, y un jovencísimo aprendiz que le ayudaba a hacer las pillerías que él no podía permitirse para no deteriorar su imagen: “Cuando te vayas esta tarde metes en tu mochila esos seis azulejos y los llevas a casa de mi madre sin que te vea nadie”, o esas cuatro losetas en la cesta de la bicicleta, o un grifo, o lo que pudiera servir para completar la obra de su casa; al muchacho lo contentaba ayudando a sus padres en el mismo sentido para completar la suya. Así les salían baratas las casas de la cuadrilla, la mano de obra la ponían ellos mismos y los materiales los clientes del maestro.
Con su carácter simpático y su talante trabajador se ganaba la amistad de los clientes, y algunos viernes al dar de mano celebraban juntos, patrón y cuadrilla, en un merendero vecino la consecución de las metas: hoy hemos cercado la parcela , hemos terminado de cerrar la planta baja o hemos puesto el tejado, buenos motivos todos para comer, beber y reír hasta que era de noche, y entonces el maestro, que era generoso, se olvidaba de lo que se olvidaba y los invitaba a las copas a su casa, donde su paciente mujer terminaba de llenarles las barrigas con lo mejor que tenía en su despensa. Con los efectos de tanta comida y tanta bebida, el cliente no apreciaba que la mitad del suelo de una habitación era igual que el de su casa o que una pared del cuarto de baño tenía esos mosaicos tan caros que su mujer había elegido, que cada peldaño de la escalera era de un color: más que una casa parecía un muestrario de Solados y Alicatados S.A. Tenía que pasar mucho tiempo para que memoria y razón se unieran para hacerle comprender el origen de los materiales de la casa de Roque, pero entonces ya sería tarde, el tiempo y la prudencia, unidos a la alegría de haber acabado las obras, ayudarían a pasar por alto el asunto, que de manera inmediata pasaría a ser archivado en el apartado de Daños Colaterales por Construcción.
Es de sobra conocido que los albañiles en una casa son una tortura, pero esta cuadrilla podría ser la excepción a la regla, bastaba con escuchar al maestro contar anécdotas y reírse mientras trabajaba, no paraba ni de una cosa ni de la otra, contaba su vida y la del pueblo con tanta gracia que no parecía que estaba chismorreando, tenía talento narrativo, salpicando la historia con todos los chascarrillos habidos y por haber y encadenando un chisme con otro, contaba la vida y milagros de todo el pueblo donde vivía desde que nació, antropología social pura entre cemento, ladrillo y paleta.
Es de justicia admitir qué de quién más cosas contaba era de sí mismo, le gustaba contar sus aventuras que nunca eran cosas buenas. Uno de los temas favoritos era hablar de su primera novia y de su familia: una de dos, o la relación con ellos fue muy fructífera, o por algún afán vengativo, les atribuía todos los disparates que a él se le ocurrían. Contaba que tenían un gato. Normalmente en el medio rural los animales que ahora llamamos de “compañía” se tenían en función de su utilidad: los gatos libraban de roedores y los perros guardaban y ayudaban a cazar, poca cosa más se esperaba de ellos, pero este gato servía para algo más gracias al miembro más pequeño de la familia. El niño había inventado un sistema para recoger los frutos, generalmente caquis y manzanas, que maduraban colgados en manojos de las vigas del techo de las cámaras. El procedimiento era el siguiente: el niño se situaba debajo de las vigas que contenían caquis que ya habían madurado, con su gato en brazos. Seleccionaba el manojo que quería bajar y lanzaba al gato con fuerza hacia el techo. El animal, aterrado, se agarraba a la fruta como podía y caía al suelo enroscado en ella, salía huyendo soltando el caqui que de esa manera, protegido por el cuerpo del gato, llegaba intacta a las manos del chiquillo. La familia tardó en percatarse del motivo de la merma de caquis en la cámara, descartaban la culpabilidad de las ratas, porque el ladrón no dejaba restos ni rastro, se llevaba la fruta madura limpiamente, hasta que un día alguien que vio al gato huir despavorido tuvo la curiosidad de ver qué cosa había asustado al animal de aquella manera, y se encontró con el niño sentado en el suelo poniéndose de caquis hasta los ojos.
El noviazgo no le duró a Roque ni un año, eran muy jóvenes y por algún motivo se pelearon, parece ser que la novia descubrió algo que no le gustó y lo dejó. Una cosa normal y corriente. Lo que no le pareció tan corriente fue que a los pocos días se presentara en su casa el hermano de la que fue su novia pidiéndole en su nombre que le devolviera el casco de moto que le había regalado por San Roque. Él se lo dio con muy mal talante y se quedó pensando en la manera de vengarse porque no se puede ser tan rácano en la vida. Buscando la manera de devolverle el golpe, se acordó que cuando parió una cerda de las que criaba su madre le llevó un lechoncillo a su novia, lo que aquella familia agradeció de verdad y durante todo el año lo cuidaron y lo cebaron pensando en la buena despensa que les iba a proporcionar su matanza. Sin pensárselo dos veces cogió su moto y se plantó en la casa de la muchacha, llamó a la puerta y cuando le abrió lo soltó: “ ¡Que ha dicho mi mama que me des el marrano!” Fue escuchar aquello la joven y con todas sus fuerzas le soltó un guantazo a Roque en la boca que lo devolvió a la moto de un vuelo.
Humillado y dolorido más en su amor propio que en el cuerpo, arrancó su moto dispuesto a salir de allí zumbando. En aquel preciso momento se le ocurrió al gato cruzar el camino, se le enredó en la rueda delantera, la moto dio la voltereta, él aterrizó de cabeza en el suelo y el gato pagó el pato. Bueno, el gato y los dientes de Roque, que se quedaron en el camino entrando en la vida eterna con antelación a su dueño y allí seguirán esperándolo, y que sea por muchos años.
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