UNA LEYENDA PARA EL FRAILE
Esta leyenda está dedicada a la memoria de María Victoria Prieto Grandal,que tuvo la gentileza de supervisarla y siguiendo sus consejos la publico.
Esta leyenda está dedicada a la memoria de María Victoria Prieto Grandal,que tuvo la gentileza de supervisarla y siguiendo sus consejos la publico.
La
mayoría de ellos llegaron a Las Alpujarras acompañando a la Corte o huyendo de
Granada tras la rendición, pero el Rey Chico, antes de terminar el segundo año,
comprendió que aquel Señorío de las Alpujarras que se le había otorgado era una
prisión encubierta, y tras la prematura muerte de su esposa cruzó a tierras
africanas y sus súbditos se quedaron poblando la vertiente sur de la
Cordillera, la que mira hacia el mar.
Allí
continuaron con su vida, practicando sus costumbres, su religión, organizando
su agricultura y construyendo sus pueblos y sus casas a su estilo. Así se les
había prometido que sería en las Capitulaciones que sus reyes habían firmado al
entregar Granada. Pero eso duró poco tiempo pues pronto vinieron órdenes que
les obligaban a abrazar otra religión y a cambiar sus hábitos, primero con
cautela y después por imposición; les llamaban “moriscos” y para ser ellos
mismos y sobrevivir tenían que esconderse y renegar públicamente de sus
creencias. Pasaron décadas de humillaciones. Al final, se rebelaron y libraron
la última guerra entre moros y cristianos, que también perdieron.
Decretado su exilio, fueron conducidos a otras tierras de Andalucía y
Extremadura donde, aislados y pobres, se esforzaron por sobrevivir, para
terminar siendo expulsados definitivamente.
Ha
pasado mucho tiempo y ni en las leyendas habitan. Los expulsaron y se
llevaron sus conocimientos y su cultura con ellos. Sus pueblos, sus
alquerías, sus molinos y sus campos fueron ocupados por gentes extrañas que
vinieron de tierras lejanas, con otras creencias y otras costumbres. Si algunos
se quedaron, tuvieron que sacrificar su propia identidad, abandonando sus
principios, sus ritos y su historia, dejando aquellos territorios sin
memoria.
De
todos los tiempos y de todos los rincones, han surgido relatos extraordinarios,
pero no son muchos los que cuentan historias de moriscos; y los que lo hacen se
limitan a describir los tesoros ocultos que dejaron porque no se los
podían llevar a su destierro. Los héroes de esas leyendas son los cristianos
que se los encontraban, obteniendo así el justo premio a su bondad,
honradez, humildad o alguno de los valores que debían adornar a las personas
según la moral y las costumbres de los vencedores.
Algo
supieron del rey que cedió su reino a su hermano, aquél que desafió a la Corte
y a su familia, repudiando a la reina para casarse con una bella cristiana, y
que sufrió las derrotas que marcaron el principio del fin de la
España musulmana.
De
aquel rey sí se contaban leyendas y romances porque fue rebelde y orgulloso, y
porque fue capaz de cambiar un reino amenazado desde dentro y desde fuera por
un rincón de paz donde vivir sus últimos días rodeados del amor de la familia
que había fundado con su esclava favorita. Si el dolor que causó con sus
caprichos y mal gobierno fue culpable de la tragedia de todo un pueblo, eso no
ha trascendido. La leyenda transmitida por los descendientes del enemigo
vencedor ensalza el lance amoroso, olvidando las verdaderas consecuencias que
tuvieron sus desaciertos sobre su pueblo.Decían
que al final de su vida, sintiéndose débil y enfermo, se retiró a su
castillo del Valle de Lecrín con su segunda mujer y sus dos hijos. Se contaba
que, a pesar de todo, era tal el dolor que le había producido ver
el desmoronamiento de su reino que hizo prometer a su esposa que en el momento
de su muerte sería enterrado en un lugar donde nadie pudiera encontrar su
tumba, ni los moros ni los cristianos.
Cuando
murió, cumplió su familia sus deseos, llevándolo en fúnebre expedición a las
montañas Sulayr, donde lo enterraron en un lugar desconocido. Y allí quedó para
siempre Abu-al-Hassan, el rey moro Mulay Hasan, para lo cristianos Muley Hacén,
sirviéndole de mausoleo la montaña más alta de toda la península ibérica.
Monte
y rey, rey y monte, se fundieron en un solo cuerpo para toda la eternidad y con
un solo nombre se les conoce: Mulhacén.
Muchas
leyendas han retratado aquel reino perdido. Cuentan las historias de los
nobles que lo gobernaron, de los soldados que lo defendieron y de las
gentes que lo habitaron, tanto en los tiempos de esplendor como en la
decadencia. Muchas han sido también las leyendas que han tenido como escenario
aquellas montañas que lo enmarcan. Las altas cumbres nevadas e
inaccesibles para los más prudentes han inspirado cuentos y relatos de hechos
extraordinarios, ocurridos en hermosas lagunas y arroyos saltarines, narrados
por los pastores y los aventureros que, amparados en la admiración popular,
tornaban fenómenos naturales en sucesos inexplicables y maravillosos que,
escuchados por unos y contados por otros, pasaron de padres a hijos
superando el paso del tiempo, constituyendo gran parte de la herencia cultural
de la región.
Los
nuevos habitantes de las Alpujarras debieron de tardar lustros en conocer las
altas montañas de Sulayr. No tuvo que ser fácil explorar aquellas cumbres que
sólo eran accesibles en verano. Se supone que tal hazaña es atribuible a los
pastores que, buscando pastos para sus rebaños, llegaron a lo más alto de las
montañas donde en la primavera tardía florecen los
nutritivos borreguiles.
Al
calor de las chimeneas en invierno se contarían las aventuras veraniegas
de los pastores, y de allí saldrían para difundirse por la comarca
descripciones de lagunas, riachuelos y riscos, y así, poco a poco,
la gente conocería la belleza de aquellas montañas. Aquellos nuevos
pobladores, venidos de tierras castellanas, con su fe cristiana grabada a fuego
en sus corazones, no sabían, ni querían saber, nada del antiguo pueblo que
había vivido allí durante siglos.
Ninguno
de ellos hasta entonces había oído hablar de una enorme roca con forma de
encapuchado que corona una de los picos que acompañan al Mulhacén en su altura,
un poco más pequeño, pero en definitiva un gigante de 3.188 metros sobre el
nivel del mar, cuya figura es visible desde las dos vertientes de la
cordillera. Para los habitantes de la región este encapuchado de piedra pasó a
ser “El Fraile” o “El Cartujo.” Hasta el día de hoy, que se le conoce como el
“Fraile de Capileira” por su proximidad con ese pueblo serrano.
Sea
quien sea, lo que sí es cierto es que el picacho de piedra está allí,
en un paraje idóneo para crear una leyenda, y con esa vocación nace esta
historia posible para esa roca con forma de encapuchado: un suceso
extraordinario que trata de dar una explicación fantástica a la forma singular
de un accidente geográfico, creada para contarla con la ilusión de que sea
difundida. Confiemos que sea del agrado de los lectores y se convierta en
la Última Leyenda del Reino de Granada.
Porque
a pesar de tantas historias, transmitidas por esas leyendas, el tiempo y las
circunstancias se olvidaron de una, la más triste de todas, la leyenda que
nadie pudo contar porque en Las Alpujarras nadie quedó para hacerlo: la leyenda
de aquel rey desgraciado que fue el último rey de Granada, del que sólo se
recuerda que su madre lo insultó cuando volvió la mirada para decir adiós a su
reino perdido y no pudo contener las lágrimas.
El
rey Abú abd Allah, conocido por los cristianos como Boabdil y por los
suyos apodado “Al Zugaibi” (“El Desdichado”), partió junto a su
madre y su hijo hacia Berbería en otoño de 1493. Dejaba atrás lo que más había
querido en la vida: su esposa, su hijo y su reino.
Poco
tiempo duró el engaño del Señorío de las Alpujarras que le habían otorgado los
reyes cristianos en los acuerdos de la rendición. Pronto supo que solo era una
etapa hacia el exilio definitivo. Fallecidos su esposa y su hijo aquel verano,
no puso más resistencia a las órdenes de los reyes: aceptó el precio
ofrecido y abandonó la península junto a su corte y otros seis mil
moriscos, dicen que desde el mismo puerto por el que había entrado Abderramán
siete siglos atrás.
Se
instaló en el Norte de África como súbdito del sultán de Fez, con el que
colaboró en paz y armonía hasta el día de su muerte, habiendo vivido muchos
años en calidad de príncipe acogido. Cuentan también que nunca volvió a
casarse, disfrutó de su inmensa fortuna pero nunca pudo olvidar a su mujer
Morayma, ni a su reino perdido.
Se ignora cómo fue el transcurrir de aquellos años de
la vida del rey Chico. Cualquier historia que se cuente habitará en el terreno
de lo indemostrable. No se conservan crónicas o relatos contemporáneos a los
que atribuir cierta veracidad, por lo que la imaginación queda en libertad para
adjudicar las aventuras que se le ocurran.
Solo
se sabe que cuando murió era muy anciano. No hay seguridad sobre la fecha de su muerte, ni tampoco
están claras las circunstancias. Para unos fue en 1533 y para otros ocurrió en
1528. Del mismo modo, unos sostienen que murió en paz en su lecho y otros dicen
que fue en una batalla, en la que luchaba junto al sultán contra algún enemigo.
Que no se haya encontrado una tumba con sus restos hasta el momento, no
facilita las cosas para saber la causa y el lugar donde se produjo el
fallecimiento. Éstas son las teorías conocidas, ambas sin documentar.
Nadie
puede asegurar cuál fue el verdadero final del desgraciado rey, por lo que
todas las suposiciones pueden ser válidas. Realmente poco importa el momento y
la causa, lo importante es que su destino final fue su reino perdido. Boabdil
pudo morir en Fez, sus restos mortales pueden estar enterrados allí, pero su
espíritu descansa en España, en las tierras más altas de la península ibérica y
cualquiera puede verlo.
No
es extraño pensar que Boabdil quisiera volver a la península para morir
en ella y así poder ser enterrado en el cementerio musulmán de Mondújar, donde
descansaban los restos de su amada Morayma. Allí estaban también sus
antepasados, los reyes de Granada, cuyos restos él había ordenado traer desde
la rauda real de la Alhambra, antes de entregar el reino.
Él era
un hombre noble e inmensamente rico que pudo costear esa aventura y,
contando con la protección del Sultán de Fez, no debió de faltarle la
ayuda necesaria para organizar su último y secreto viaje.
En
aquellos años las incursiones de piratas berberiscos y turcos en tierras
españolas eran frecuentes; robaban y secuestraban todo lo que encontraban a su
paso, a los pobres los vendían como esclavos y a los ricos los usaban como
rehenes hasta que sus familias pagaban, o servían de moneda de cambio para la liberación
de compañeros apresados anteriormente en tierras españolas. Para llevar a cabo
estas negociaciones los nobles o las familias ricas recurrían a los frailes de
las órdenes mendicantes, por lo que era normal ver por las poblaciones costeras
grupos de monjes que viajaban en caravana, acompañados de guardias fuertemente
armados que cuidaban de la mercancía humana, o del oro que transportaban para
pagar los rescates.
.
Protegido
por una de esas expediciones, entró por el puerto de Adra y se introdujo en las
Alpujarras el que fue su Señor, y antes rey de Granada.Recorrió de nuevo el camino de la ladera
interior de la Sierra de la Contraviesa, el mismo por el que trasladó los
restos de Morayma desde Laújar de Andarax aquel lejano año de 1493. Volvía para
rezar ante su tumba y no la encontró, nada era ya como él lo dejó. No había ni
rastro de la mezquita ni del cementerio real de Mondújar, en el que estaba
enterrada junto a los últimos reyes nazaríes.
La
mezquita se había transformado en una iglesia cristiana con su campanario
y todo. Lo más doloroso fue que las reformas se hicieron con cargo a la enorme
fortuna que los reyes de la Alpujarra habían dejado para que se rezara por el
alma de la reina: la mitad de la herencia para que el alfaquí rezara ante su tumba
dos veces por semana, y un inmenso capital, que el mismo rey había donado
a los ulemas, para igual fin. Incautados los bienes a los ulemas, aún andaban
pleiteando la iglesia y los herederos de un noble granadino por el resto de la
herencia. Mientras, el obispado se había ocupado de gastar parte de la fortuna
en convertir la mezquita en iglesia y en construir una torre con campanario en
el lugar donde había estado el cementerio musulmán, desapareciendo en las obras
las tumbas y sin que nadie pudiera dar razón del paradero de los restos
de la familia real que en él se encontraban.
A
lo largo de aquellos años Boabdil había tenido noticias del trato recibido por
su pueblo: eran muchos los que habían ido llegando a tierras del Norte de
África, huyendo o expulsados, y, aunque conocía la crueldad con la que habían
sido tratados, le dolió especialmente que se hubiera atentado de esa forma
contra su dignidad , profanando hasta las tumbas de los reyes
y dejando perder para siempre sus restos.
Asumió
una nueva derrota y volvió a llorar, una vez más, por su esposa y por su
pueblo, iniciando su viaje de vuelta con la amargura instalada en su corazón,
que lo único que deseaba era dejar de latir. Cualquiera que conociera su vida
podía dar fe de que, verdaderamente, se habían cumplido los augurios que los
astrólogos vaticinaron, no se habían equivocado lo más mínimo: “vivió mucho
para padecer mucho” aquel emir de Granada, Muhammad XI, llamado “El Chico” por
los castellanos y “Al-Zugaibí”, “El Desdichado”, por los musulmanes.
El
final de verano llega pronto a la sierra. Los pastores saben que en los últimos
días de agosto un día puede amanecer claro y caluroso y en pocos minutos
desencadenarse la más dura de las tormentas. Aquella mañana los pastores vieron
una nube solitaria con forma de pan de azúcar sobre los picos y se
apresuraron a reunir el ganado que pacía junto a las lagunas para alejarse lo
más posible de las alturas. Esas nubes no anuncian nada bueno. En pocos minutos
el cielo se puso gris y apenas si les dio tiempo a llegar a los rediles,
fabricados con piedras a media ladera, para resguardar al ganado y a
ellos mismos de los lobos y de las tormentas.
Antes
del mediodía la oscuridad cubrió la sierra como si se hubiera hecho de noche.
El primer relámpago iluminó de rojo todo el cielo y después cayó un rayo que
hizo crujir la tierra como si fuera un barco de madera que se hubiera
partido de proa a popa. Siguieron cayendo más rayos por todas partes, las
montañas ennegrecieron bajo las nubes, que cada vez se acercaban más. La lluvia
se convirtió en un granizo que pegaba con fuerza empujado por un viento que se
llevaba por delante hasta las piedras. Los pastores se tumbaron en el suelo y
se cubrieron con sus gruesas mantas de lana, las nubes los envolvieron como si
el cielo se hubiera pegado a la tierra.
Los
animales están acostumbrados a las tormentas: las ovejas se acercan unas
a otras, su lana las aísla del frío y no es buena conductora de la
electricidad; los perros se resguardan como pueden, no es que les guste pero
tampoco se asustan, y las mulas aguantan cualquier cosa. Pero de pronto una
fuerza incontrolable agitó la tierra: los perros aullaban, las ovejas
balaban nerviosas, las mulas daban coces tratando de escapar de sus ataduras sin
conseguirlo. Un ruido sobrenatural, más fuerte que el de los truenos, un rugido
enorme que surgió desde el fondo de la tierra, hizo temblar de tal manera
el suelo que dejó de sujetar los cuerpos. Como si fuera una ola del mar,
se movió la sierra, un latigazo enorme levantó las piedras e hizo rodar
animales y hombres de un lado para otro.
Tormenta
y terremoto, dos fenómenos brutales al mismo tiempo. Cuando callaron los ruidos
y cesaron los temblores, los animales corrían despavoridos por las laderas
sin rumbo fijo. Los pastores magullados huían también, con miedo pero
tratando de recuperar el mayor número de ovejas, confiaban que los perros y las
mulas encontraran solos el camino de vuelta.
Lo
mismo que vino se fue la tormenta; así son las cosas en la sierra. Los
rayos del sol poniente se estrellaban en las montañas, que brillaban teñidas de
rojo.
Los
pastores, en su frenético descenso, miraban a un lado y a otro tratando de
localizar a las ovejas. El primero que lo vio sintió que la sangre se le
helaba dentro del cuerpo. Intentaba avisar a los demás y no
le salían las palabras. Pero aquello era tan grande que los demás no
tardaron en verlo también: ¡uno de los crestones de los tajos cercanos al pico
del Veleta había cambiado de forma, se había elevado por encima de los demás y
se había transformado en un enorme encapuchado de piedra!
Aquel
mismo día, en el preciso instante en que la tierra temblaba en las montañas de
Sulayr, al otro lado del mar, en la ciudad de Fez, en el interior del
reino de Marruecos, moría el que fue el último rey nazarí de Granada.
Su
espíritu, libre al fin, fundido con el de su amada esposa, se integró en una de
las crestas más altas de la cordillera, a la que le dio su aspecto.
En
el paraje conocido como Los Tajos del Nevero está el Cartujo, en el cascajar al
que le da nombre. De pie, dominándolo todo. Por la derecha, la Alpujarra con la
Sierra de Gádor al fondo, y entre los dos el Mediterráneo. Por la izquierda,
Granada y su Vega rodeada por las sierras de La Alfaguara, Parapanda, Loja,
Alhama, Tejeda y Almijara. Delante de él se elevan los picos del Veleta, el
Mulhacén y la Alcazaba, y al final el Picón de Jérez, que defiende el
Puerto de la Ragua. Por debajo de ellos y abriéndose por todo el territorio
están las sierras menores de Cazorla, Segura y las Villas y Baza, y allá
a lo lejos la Sierra de la Sagra, la más alta de todas ellas. El pico del
Caballo guarda la espalda del Encapuchado, elevándose sobre los valles de
Lecrín y Guadalfeo, cercados por la sierras de Lújar, Cázulas y la Contraviesa,
que vigilan el mar.
El
reino de Granada al completo se extiende a sus pies y él desde allí arriba lo
contempla.
Me ha encantado y más. Me quedo con la verdad de tu leyenda. Hoy la hemos trabajado en clase. Éxito total. Los estudiantes han dicho que así fue, que es tan original y está tan bien narrada que es imposible que sea ficción. Muchas gracias.
ResponderEliminarMe ha emocionado la dedicatoria tan merecida. Muchas gracias.
Susana Plúmbea
Muchas Gracias a ti y a tus alumnos, pero sobre todo a ti por tus comentarios y por llevársela a ellos.
ResponderEliminarPero qué bonica es Susana!!!
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