A
LA MEDIDA
El hombre había cumplido cincuenta años y llevaba
treinta en aquel pueblo perdido de la
comarca más pobre de la provincia. Había llegado a la localidad con su flamante
destino en la Caja Provincial de Ahorros, el primer puesto que ocupó fue el de Auxiliar de Caja. Por su formalidad y su buen trato se ganó el afecto de los
clientes y de los jefes.
Se labró una buena reputación mientras crecía entre arqueos
y balances, cada papel a su sitio y siempre la caja cuadrada al céntimo, tan
correcto y tan prudente que a nadie le
extrañó que con veinticinco años fuera nombrado el director de sucursal más
joven de la entidad.
Su novia de siempre se sintió orgullosa de casarse con
aquel muchacho que había llegado tan alto en tan poco tiempo, y formaron una
preciosa familia a la que pronto llegaron tres niños que dieron sentido a su
vida.
Todo transcurría según se esperaba de él: sus hijos
crecían, su mujer engordaba y él se quedaba calvo, todo dentro de lo natural.
Prudentes en los gastos, ahorraron suficiente para poder enviar a sus hijos a
estudiar a la capital; como eran tres, compraron un piso en un barrio popular y
allí instalaron a sus niños, después de conseguir un préstamo hipotecario de
los que la Caja ofrecía en condiciones preferentes para sus empleados, pero a
pesar de eso su economía se resintió entre las cuotas del préstamo y los gastos
de los hijos, se vieron obligados a
ajustarse un poco para poder cumplir. Por el futuro de los hijos
cualquier sacrificio valía.
Con los hijos fuera de casa la vida se volvió aún más
monótona, ella con sus actividades parroquiales y él en su oficina. Un par de
sábados al mes iban a la capital a llevarles fiambreras y fiambreras llenas de
las comidas preferidas, a cada uno la suya, que la madre conocía bien a sus
hijos. Se daban una vuelta por los grandes almacenes para comprar cualquier
cosa que les hiciera falta y volvían al
pueblo en el mismo día, con los bolsillos vacíos pero contentos porque así es
como tenía que ser. Y el domingo a misa, una cerveza en el bar de la plaza y a
la casa a comer, a dormitar en el sillón y por la tarde a ver el partido en la
televisión. Y el lunes a la oficina para seguir la rutina, una vida tranquila
para un hombre tranquilo.
Precisamente un lunes por la mañana, cuando más
desprevenido estaba, entró por la puerta de la oficina un huracán que pondría
su vida patas arriba. Era joven, como de treinta años, y muy guapa. Era la
nueva limpiadora que venía para concertar el horario del servicio y él, en
cuanto la vio, se dio cuenta de que su vida estaba a punto de cambiar para
siempre. Fue un flechazo. Su memoria no guardaba registro de un sentimiento
parecido, si alguna vez lo había experimentado, el río del tiempo se lo había
llevado.
A partir de aquel día vio salir el sol desde la oficina:
antes de las siete de la mañana ya estaba sentado en su despacho esperando a la
limpiadora. Y los dos solos, una con sus mopas y el otro con sus balances, se fueron haciendo amigos. Pero un par de horas
era poco tiempo para llegar a más, y aquél era un pueblo muy pequeño y no
podían verse en ningún sitio sin que saltaran las alarmas de los cotilleos, y si
algo tenía claro el hombre era que su mujer no podía enterarse de ninguna
manera. Algo tenía que inventar para poder estar con ella. De momento la
esposa estaba conforme con el madrugón,
su marido era tan responsable que si el volumen de trabajo lo exigía él no iba
a negarse a entrar una hora antes, no era hombre de echarse para atrás a la
hora de cumplir.
Extrañamente, no hubo sospechas cuando se compró una chaqueta negra nueva, al
fin y al cabo el traje gris tenía sus años ya; tampoco cuando en primavera
cambió la camisa y la corbata por polos de colores llamativos, con su corona de
laurel bordada y todo. Incluso fue acogida con agrado la decisión de hacer
dieta para soltar unos kilos. Ningún cambio en los hábitos de toda la vida hizo
sospechar a la mujer, era tal la confianza que tenía en él que ni se le pasó
por la cabeza que algo grande estaba ocurriendo.
Un estado de exaltación permanente se apoderó de él, en su
mente no cabía nada que no estuviera relacionado con la muchacha. Fue una
temporada extraordinaria que no duró mucho, sin ninguna consideración ella puso
fin a la relación cuando le interesó o quiso, y él con el corazón destrozado
pero con resignación cristiana se despidió de la felicidad dando por finalizada
la etapa más interesante que había de tener en su vida. Para purgar por su
culpa y ahogar su pena, se refugió en la fe inquebrantable de su esposa, con
sus ritos, sus liturgias y sus caridades, y junto a ella se convirtió en el
feligrés más activo de la parroquia, devolviendo la rutina a su vida a base de
rezos y catecismos.
Aunque de sus sueños nunca desapareció la muchacha y el
recuerdo de sus tardes de amor volvía una y otra vez, agradecía el perdón del
confesionario, que por el viejo truco del más sincero arrepentimiento, le había
dejado la conciencia limpia, sin asuntos pendientes para el Juicio Final.
Pero los asuntos de los hombres son más exigentes con las
culpas que los de Dios, y él, en aquel tiempo loco de los amores, había tomado algunas decisiones que le
pasarían factura más tarde o más temprano.
No le fue difícil alquilar un apartamento en la ciudad,
justo en el extremo opuesto al barrio donde vivían sus hijos. Tampoco tuvo
problemas para justificar su ausencia
del pueblo todas las tardes culpando a
los engorrosos cursos de Adaptación a las Nuevas Tecnologías, con los
que los martirizaba la Caja periódicamente. Y alguna vez, inmerso en esa
dinámica de excusas y coartadas, se le ocurrió la temeridad de completar sus
ingresos, que no alcanzaban para tantos gastos, con pequeñas ayudas que sacaba
de de algunas cuentas que dormían en el seno de la entidad, cuyos titulares
eran personas de edad avanzada que confiaban plenamente en él. No tenía
intención de robarles -él era honrado aunque en aquel tiempo estuviera poseído
por una fuerza mayor-, su propósito era ir devolviendo el dinero a sus dueños cuando
cobrara la productividad o las pagas extraordinarias, no se trataba de mucho
dinero, lo devolvería pronto y no tenía porqué enterarse nadie.
El destino, mucho más exigente que los curas, no lo perdonó
y, sin previo aviso, le plantó una auditoría interna en la oficina que
descubrió el pequeño desfalco sin que él pudiera evitarlo.
Un miedo imposible de dominar se
apoderó de él: no dormía, apenas comía, se sentía enfermo. No sabía a qué le
temía más, si al juicio familiar o a las consecuencias a nivel de la empresa.
Se lamentaba de su desgracia: ¿Cómo se le había ocurrido cometer aquel
disparate? Él, que se había dedicado
toda la vida en cuerpo y alma a aquel trabajo, cuya honradez había sido su
santo y seña, que no había faltado ni un solo día a la oficina, ¿qué iba a hacer si lo despedían? Ahora se
lamentaba de haber cometido todas aquellas locuras. No quería renegar de lo que
había vivido porque era lo mejor que le había pasado como hombre, pero qué caro lo
iba a pagar. Llegó a pensar en el suicidio, pero también era pecado, y éste era
imposible de confesar por razones de tiempo.
Suspendido de empleo y sueldo, pasó los días previos a la
visita a la Sede Central meditando sobre todas esas cosas en su casa y rezando
en la iglesia, la única persona con la que podía desahogarse era el cura del
pueblo, con el que se había confesado cuando lo dejó plantado la muchacha.
Entonces y ahora, buscó refugio en la iglesia y en aquel hombre que, obligado
por el secreto de confesión, nunca lo iba a delatar. También a él lo eligieron como
testigo ajeno a la empresa los instructores del expediente de castigo.
La Junta de Personal, después de reunirse, analizar las
pruebas y escuchar a los testigos, emitió el informe correspondiente que pasó
al presidente de la entidad, que tenía
la potestad de resolver. Y resolvió.
Solo en la sala de espera, pedía a
Dios que le diera un infarto y así no tener que entrar al despacho del
presidente, pero tenía un corazón muy fuerte, que aguantaba la velocidad de los
latidos sin fallar. Sin duda su muerte no iba a ser por miedo, porque tenía
todo el del mundo y la muerte salvadora
no quería venir en su ayuda.
Cuando se vio sentado ante aquel
tribunal, le pasaron por delante todos los acontecimientos vividos en los dos
últimos años, como si fuera una película de Almodóvar: no se reconocía a sí mismo,
ni a él le iba haber protagonizado aquella historia de amor loco, ni él era un
ladrón, ni él podía encontrarse en aquel momento ante el presidente de la Caja,
la Junta de Personal en Pleno, y los
representantes del Comité de Empresa, dispuestos todos ellos a condenarlo a la
hoguera de la humillación, para su escarmiento y advertencia al personal.
Se extrañó
cuando lo saludaron todos amablemente y el presidente se dirigió a él por su
nombre y le dijo que estuviera tranquilo, que ellos estaban haciendo su
trabajo y no tenían nada contra él. Le
pidió que lo escuchara atentamente y le largó un discurso que más parecía una
regañera que una sentencia.
Dijo que tanto los compañeros como el sacerdote en su
testimonio habían manifestado que era
una persona excelente, sin tacha, querido por todos y con una magnífica
reputación entre los clientes. También dijo que
todos los miembros de aquel tribunal estaban seguros de que tenía la
intención de devolver las cantidades
sustraídas. Por lo que, como se trataba de cantidades pequeñas, y conociendo su
trayectoria como la conocían, habían acordado resolver el expediente con
amonestación y sin despido. Se le tramitaría un crédito personal para restituir
el dinero a sus propietarios y se zanjaría
el asunto con un castigo consistente en la degradación de la categoría
de Director de Oficina, por pérdida de confianza, pasando a ocupar el puesto
de Administrativo con destino en la
misma sucursal.
Y finalmente manifestó la enorme decepción que él mismo y
los demás miembros del equipo directivo habían sentido al saber que había
quebrantado el principio de honradez que la empresa exigía, siendo totalmente
incomprensible para ellos que un hombre de su edad, buen cristiano y con unos
hijos ya mayores, hubiera puesto en peligro su futuro y el de su familia por
una locura de esa índole.
Tardó
un rato en comprender el significado de la resolución, y, cuando se dio cuenta
de que se había salvado, un agradecimiento inmenso se apoderó de él, y sin
poderse controlar se lanzó sobre la mesa y cogiendo de las manos al presidente,
llorando como un niño le dijo:
“¡Gracias, gracias, muchas gracias! ¡Es usted un padre! Quiera Dios que no se le cruce a usted un "chochico" a su medid!"
Es lo mejor que le pudo desear, que un coñico a medida es algo muy de gustar a los hombres aburridos. Pobretico. Me ha gustado mucho, Coco.
ResponderEliminarHola Coco, veo que me has enviado este cuento a las 2 de la mañana. Creo que debes escribir siempre a las dos de la mañana porque me parece que te ha salido redondo: atrapa, describe, valora, todo para transmitir una realidad que parece más bien una película de lo bien que nos la cuentas.
ResponderEliminarMaite
un coñico??? ajajj ^.^
ResponderEliminarQuerida Coco, es un relato tan bien escrito que se lee de un tirón. Has creado un microcosmos sobre toda la vida de una familia de clase media, con los conflictos de conciencia del pobre hombre; y, al final, la sorpresa, como en los buenos cuentos. Te felicito.
ResponderEliminarMuchas Gracias María,yo lo paso bien escribiendo y me gusta que os divierta.
ResponderEliminarMaite, gracias por leerlo, solo eso es un premio para mi.
Nono, yo también me reía cuando lo escibí.
Maria Victoria, muchas gracias, tu me animas a escribir más, ya sabes que esto es nuevo para mi.
Bueno, bueno hermana jijijiji
ResponderEliminarYo que he sido empleado de la Caja, lo certifico: real como la vida misma
ResponderEliminarPerfecto, sólo una apostilla "¡Don José, que no se le cruce nunca un chochico a su medida...!"
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