EL CAFÉ DEL VIEJO MERCADO
Entre las desamortizaciones del siglo XIX y la remodelación y saneamiento de la ciudad por la construcción de la Gran Vía a principios del siglo XX, fueron muchos los conventos que cayeron dejando grandes espacios públicos libres, dando origen a muchas de las plazas que hoy forman parte del paisaje urbano: La Trinidad, San Agustín o Capuchinas fueron en un tiempo los solares de otros tantos conventos que venían habitando la zona desde la repoblación cristiana, Trinitarios, Capuchinas, Agustinos. Por su ubicación en el centro de la ciudad en aquellas plazas se fue estableciendo la actividad comercial que dio lugar a lo que había de mercado central en Granada, aquello que durante muchos años la gente llamaba Las Plazas fueron tres construcciones sucesivas: La Pescadería, La Romanilla y el Mercado de San Agustín, a cual más feo, frío y destartalado. Una vez entrada la década de los años setenta aquellos edificios fueron derribados, las plazas volvieron a ser plazas y se hizo un nuevo Mercado de San Agustín, y otra vez lo hicieron feo, frío y destartalado. Granada tiene mala pata con los mercados, no le salen bien, se le van los humos al cielo con tanta belleza heredada y no tiene gracia ninguna para adornar los rincones de lo cotidiano. Ciudades sencillas, sin palacios ni paisajes, presumen de mercados vistosos cuyos colores y olores guardan los viajeros en la memoria como si fueran bonitas postales de la vida.
A pesar de todo el Mercado de San
Agustín tenía su encanto y una vida que bullía en su interior al menos unas horas al día, empezando por una cafetería en la que desde
antes de amanecer latía el pulso vital del mercado y sus entornos. Ocupaba esta
cafetería el lugar central de la planta baja del edificio y era como una isla de
luz en aquel recinto umbrío. Allí encontraban el primer alivio del día los estómagos
de toda clase de personas: trabajadores y comerciantes, borrachos habituales y
juerguistas casuales, empleados y funcionarios de las oficinas de los
alrededores, gente de todos los estilos que, como en una ceremonia común, se
sacudían el sueño que aún les quedaba o que todavía no habían resuelto, para
empezar o terminar su jornada.
Entre los clientes habituales
destacaban las encargadas de una de las
pescaderías con más fama de toda la ciudad por la calidad y frescura de los
pescados de Motril que vendían y por estas dos dependientas que lucían como
actrices de Hollywood. Aunque no eran ya niñas por ese nombre se las conocía,
como a su puesto del mercado, “Pescadería las Niñas.” Si no eran guapas, al menos lo parecían,
perfectamente maquilladas, los labios muy rojos y el pelo de peinado
inalterable de color rubio platino,
cuyos rizos eran esculpidos regularmente por alguna peluquera con
vocación artística, se adornaban con un capital en joyas y con delantales blancos en lucha permanente contra las tintas de calamar y el aguachirri de los
mejillones. No habrá un solo cliente de San Agustín que no las recuerde.
Inolvidables también aquellos dos hermanos carniceros, uno grande y otro guapo, coleccionistas de belenes barrocos y destacados cofrades, que en su puesto de la esquina soportaban a las compañeras de su hermano funcionario, tan recordado y querido, que los atormentaban a diario con sus guárdame esto o prepárame lo otro, que a las tres vengo a recogerlo, encargos que cumplían a la perfección y con la mejor de las sonrisas siempre.
Puntual a su cita se presentaba el
ciego vendedor de cupones todas las mañanas, con su cantinela repetitiva
anunciaba los millones que iban a tocar como si los estuviera ya repartiendo. De
él era difícil escaparse, reconocía a todos a simple “vista”, según los mal
pensados, o por un sexto sentido desarrollado
para detectar clientes o vaya usted a saber cómo, la cuestión es que se dirigía
a cada uno por su nombre y le vendía el cupón por mucho que se escondiera en el
último rincón.
La cafetería también servía de
mirador o palco para observar la vida del mercado: pasaban los repartidores
empujando carros repletos o cargando cajas enormes, trajinaba la gente de los
puestos colocando las mercancías
mientras hablaban entre ellos, bromeando o comentando los sucesos del momento.
Por lo general había buen ambiente, los borrachos trasnochados que tocaron en
suerte en aquel lugar y aquel tiempo no eran demasiado impertinentes y se
limitaban a dormitar donde pillaban sin molestar a nadie. Escenas cotidianas de
un motor básico de la ciudad que vive sin sospechar que un monstruo ha ido creciendo
en su interior y está dispuesto a dar su primer zarpazo.
Por el mercado se movía el peor personaje que toda aquella gente pacífica iba a conocer en su vida: un muchacho joven que repartía el pescado, fuerte como para cargar a hombros los peces espada que los transportistas dejaban tirados en la acera, imagen terrible la del hombre con el pez en la espalda atravesado, con la cabeza mutilada por la amputación de la aguja característica. Se abría paso entre unos y otros sin levantar sospechas, aunque aquella mirada torva causaba inquietud a las clientas jóvenes de la cafetería que no podían imaginar, como el resto de los habituales del mercado, que iba a ser el responsable de uno de los sucesos más luctuosos que han ocurrido en la ciudad. No se va a describir mucho más en este relato al personaje, porque en su novela “Plenilunio”, de la que fue protagonista involuntario, lo dejó bien definido Antonio Muñoz Molina y sería una osadía por parte de quien esto cuenta, pero sí es cierto que, aún ahora, alguna de las funcionarias que se cruzaban con él aquellos días todavía tiembla al pensar que en alguna de aquellas mañanas frías, mientras ella entraba al bar del mercado a tomarse un cafelillo antes de empezar a trabajar, aquel ser repugnante venía de asfixiar a una chiquilla y dejarla tirada con las bragas en la boca junto a las Torres Bermejas en el bosque de la Alhambra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario