2 de feb. de 2015
Desde la otra orilla
Con frecuencia, los miembros de Entrelibros nos preguntamos cuál es el sentido de lo que hacemos y cuáles son sus consecuencias. Pensamos que esas dudas son necesarias, nos ayudan a evitar rutinas y a no desorientarnos. Porque es permanente el riesgo de olvidar que cuando leemos a otros nos estamos relacionando con personas, sean niños o adultos, en condiciones a menudo delicadas, y que lo que de verdad importa en esos momentos, más que los libros y más que nosotros, son sus sentimientos, sus experiencias, sus sueños.
Por eso, cuando escuchamos el eco de nuestro trabajo, cuando alguien nos ofrece el testimonio de los efectos benéficos de una lectura, nos sentimos eufóricos. Reafirmamos nuestro proyecto y comprendemos que aunque la mayor parte del tiempo caminemos entre silencios, los sonidos existen.
Compartimos hoy uno de esos testimonios, el de una paciente que recibió el regalo de una lectura mientras reposaba en una cama de hospital. Su felicidad nos inunda de alegría.
A Entrelibros
Mi experiencia transcurre en la orilla contraria y desde ella quiero transmitir el efecto que produce vuestra visita a los que nos encontramos en los límites del miedo y del dolor, en una cama de hospital durante muchos e interminables días.
La visita de Andrea una tarde se convierte en mi recuerdo en una isla de calor y alegría en medio de aquel mar de amargura y tristeza.
Llegó con su bolso de lona lleno de libros y con su enorme sonrisa, contagiando optimismo a todos los que estábamos en la habitación, y mientras con arte ella leía aquellos cuentos preciosos, los sentimientos fluían y se encontraban: hubo lágrimas, sonrisas, abrazos, emoción y mucho cariño.
Cuando se fue, dejó la estancia llena de paz y buenas vibraciones y aquella noche los sueños fueron de luz. Sobre la aburrida pared de la habitación, gastada de tanto mirarla, se proyectaba un castillo de fuegos artificiales sobre el cielo blanco. Había luces azul turquesa como el mar, moradas como las violetas, amarillas como el sol, naranjas como las frutas, verdes como la yedra y no había marrones, ni grises, ni beis. Dos de aquellas luces resaltaban sobre las demás, no por su color sino porque se movían inquietas de un lado a otro, como si quisieran escapar de la pared. Por la mañana, cuando llegó la luz del día se disiparon como por arte de magia, se fueron todas, menos dos, las dos luces inquietas que con su color de rosa se posaron en las mejillas. Y la enfermedad inició su retirada.
Con esta historia que es real hasta donde se pueda creer, he tratado de haceros llegar mi reconocimiento, y no quisiera que, al final, entre tantas palabras escritas, olvidara decir la única que por sí sola expresa mi sentimiento, la que se debería escribir siempre con letras mayúsculas y yo quisiera tener una voz potente para decirla: ¡GRACIAS!
Por eso, cuando escuchamos el eco de nuestro trabajo, cuando alguien nos ofrece el testimonio de los efectos benéficos de una lectura, nos sentimos eufóricos. Reafirmamos nuestro proyecto y comprendemos que aunque la mayor parte del tiempo caminemos entre silencios, los sonidos existen.
Compartimos hoy uno de esos testimonios, el de una paciente que recibió el regalo de una lectura mientras reposaba en una cama de hospital. Su felicidad nos inunda de alegría.
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A Entrelibros
Mi experiencia transcurre en la orilla contraria y desde ella quiero transmitir el efecto que produce vuestra visita a los que nos encontramos en los límites del miedo y del dolor, en una cama de hospital durante muchos e interminables días.
La visita de Andrea una tarde se convierte en mi recuerdo en una isla de calor y alegría en medio de aquel mar de amargura y tristeza.
Llegó con su bolso de lona lleno de libros y con su enorme sonrisa, contagiando optimismo a todos los que estábamos en la habitación, y mientras con arte ella leía aquellos cuentos preciosos, los sentimientos fluían y se encontraban: hubo lágrimas, sonrisas, abrazos, emoción y mucho cariño.
Cuando se fue, dejó la estancia llena de paz y buenas vibraciones y aquella noche los sueños fueron de luz. Sobre la aburrida pared de la habitación, gastada de tanto mirarla, se proyectaba un castillo de fuegos artificiales sobre el cielo blanco. Había luces azul turquesa como el mar, moradas como las violetas, amarillas como el sol, naranjas como las frutas, verdes como la yedra y no había marrones, ni grises, ni beis. Dos de aquellas luces resaltaban sobre las demás, no por su color sino porque se movían inquietas de un lado a otro, como si quisieran escapar de la pared. Por la mañana, cuando llegó la luz del día se disiparon como por arte de magia, se fueron todas, menos dos, las dos luces inquietas que con su color de rosa se posaron en las mejillas. Y la enfermedad inició su retirada.
Con esta historia que es real hasta donde se pueda creer, he tratado de haceros llegar mi reconocimiento, y no quisiera que, al final, entre tantas palabras escritas, olvidara decir la única que por sí sola expresa mi sentimiento, la que se debería escribir siempre con letras mayúsculas y yo quisiera tener una voz potente para decirla: ¡GRACIAS!
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