El Valor
La mujer joven miraba
a la otra trabajar mientras le daba el biberón a su niño. Le gustaba ver cómo
le limpiaba la casa, porque lo hacía con una maestría envidiable, más que
limpiar, desinfectaba. Y ella se admiraba de que siendo tan joven trabajara de
forma tan profesional y tan seria. Algunas veces se iba a otra habitación para
dejarla trabajar en paz, no quería que pensara que la estaba vigilando,
entonces la limpiadora la llamaba:
-¡Jefa, vente conmigo,
que me aburro!
-¿Cómo te vas a
aburrir con el ritmo que llevas trabajando?
-Es que me gusta que
estés ahí mirando. ¡Venga enciende un cigarro y nos lo fumamos a medias!
Ella se sentaba
en una silla que colocaba en el fondo del pasillo y desde allí veía
las puertas de las habitaciones en las que la otra se afanaba en su lucha particular
contra la suciedad: iba armada de cepillos, trapos, lejías y cubos
de agua clara, dejando a su paso una estela brillante de orden y olor a limpio.
Lo mismo limpiaba cristales que arreglaba un enchufe, quitaba el polvo al
televisor, cambiaba una bombilla fundida o cosía el bajo de la cortina que se
había caído, eso sí: siempre por parejo, había una frontera clarísima entre lo
que ya había limpiado y el resto, todo a destajo, sin dejarse nada atrás. En
sus idas y venidas a cambiar el agua se pasaba por la silla de la jefa y le
daba caladitas al cigarro, sin escuchar las súplicas de la mujer joven para que
se sentara a fumar tranquila.
-Me sentaré cuando
termine, no antes.
Seguía el mismo ritmo
limpiando y hablando; su lengua, igual que toda ella, no descansaba nunca.
Tenía una conversación amena, y entre anécdotas y chistes le iba contando su
vida. Al principio se limitaba a contar lo cotidiano. Así se enteró la
jefa de que no iba a estar con ella mucho tiempo, esperaba volver a la
empresa de servicios de donde había sido despedida de forma coyuntural,
estaría sin empleo solamente mientras se recuperaba el contrato para limpiar
los quirófanos y demás zonas aisladas del Hospital, que habían perdido en el
último concurso. El jefe les prometió que volvería, él sabía que como
limpiaba su equipo no lo haría nadie; su equipo, lógicamente, eran ella y su
hermana. Y exactamente así ocurrió unos meses después.
Sólo tenía
veintiséis años y ya se había ganado el respeto de la comunidad de
vecinos donde ella y su hermana eran propietarias de un piso. Lo habían
comprado muy barato porque nadie quería ir a vivir a aquel barrio marginal
donde ni la policía se atrevía a entrar. Las cosas que contaba de sus vecinos
ponían los pelos de punta al más valiente. Pero a ellas no les daba miedo de
nada ni de nadie, bastante miedo habían pasado en su infancia. Aunque eso no lo
sabría la jefa hasta que conociera la trayectoria vital de las dos
jóvenes, y para eso tendrían que pasar muchas horas de limpieza y confidencias.
Como la paciencia es
una virtud y las casas no se empiezan por el tejado, lo que corresponde ahora
es volver al pasillo donde, con el niño en brazos, la mujer joven recibe las
primeras lecciones de vida y coraje.
No fueron muy bien
recibidas por la comunidad aquellas dos muchachas guapas y con un niño de nueve
años: la mayor era madre soltera y eso en aquellos tiempos y en según qué
ambientes no era muy buena carta de presentación. Por un lado, las mujeres las
miraban con recelo, y, por otro, los hombres no se cortaban en mirarlas como
futuras presas, pero ellas supieron con paciencia cambiar los prejuicios
de las mujeres y poner a los hombres en su sitio.
Las ocasiones para
conocer bien a sus vecinos vinieron de la mano de las reuniones de la comunidad
de propietarios, a las que ella asistía sola porque su hermana no se
consideraba competente. A esas alturas ya se había constituido como cabeza de
familia a pesar de ser la menor.
Su bautizo de fuego en
esos menesteres lo recibió en la primera reunión en la que participó y donde,
nada más entrar, encontró a los asistentes discutiendo acaloradamente, tanto
que hasta se oían amenazas de muerte. El motivo de la disputa era la necesidad
de adecentar las zonas comunes: unos lo veían como imprescindible y otros no
estaban dispuestos a gastar ni un céntimo. Distinguió rápidamente dos bandos:
los vecinos normales, trabajadores como ella, y el grupo de miserables que
encabezaba El Titi, personaje con claro perfil carcelario, que, cuando no
estaba recluido, vivía en un piso con una mujer flaca y mal
encarada y unos cuantos hijos bastante gamberros, responsables, según los
vecinos, de la mayoría de los destrozos de la escalera. Solo se trataba de unas
cuantas manos de pintura y algunas reparaciones, pero no era posible un
acuerdo, por lo que antes de que corriera la sangre se optó por dejarlo como
estaba y la reunión acabó sin resolución ninguna.
Aquel fin de semana,
sin decir nada a su hermana, hizo acopio de todo lo necesario y, entre las seis
y las diez de la mañana del domingo, pintó, limpió, sustituyó lámparas fundidas
y reparó todo lo que pudo, dejando la escalera como nueva. El primer vecino que
salió la sorprendió recogiendo los útiles y herramientas. Ella le dio los
buenos días y se metió en su casa contrariada, pero ya no se podía esconder,
sus valores fueron publicados a los cuatro vientos y a partir de ese día contó
con el respeto y la admiración de sus vecinos.
Tardaron pocos días
los niños de El Titi en volver a ensuciar la pared del portal con pinturas
obscenas. Algún valiente pidió al padre que arreglara el estropicio, a lo que
éste respondió que no era su problema y que él no le había pedido a nadie que
limpiara su rellano porque le gustaba como estaba antes. Ella esperó al fin de
semana y se levantó como el domingo anterior, de madrugada, pintó de nuevo la
pared del portal y fregó el suelo de toda la escalera; y con el agua sucia de
la fregona, aceite de freír pescado, la ceniza del cenicero y algún que otro
residuo orgánico que vamos a mantener en secreto, hizo una mezcla con la que
pintó con esmero la pared de la puerta del piso de El Titi, y se fue a su casa
a descansar tranquilamente. Contra todo pronóstico El Titi no dijo nada, pero a
ella en la siguiente reunión los vecinos la nombraron presidenta de la
comunidad para siempre.
Había algo extraño en
ella, algo que la mujer joven no entendía, ni el oficio, ni el entorno parecían
ser los correspondientes: era una persona educada, incluso bastante culta, algo
no encajaba, cualquier muchacha como ella no pisaría ni el autobús en el que
ella se subía todos los días. No se avergonzaba en absoluto de vivir en aquel
barrio, allí se sentía segura, pero si alguna vez se hacía tarde y la jefa se
ofrecía para llevarla a su casa se negaba en redondo:
-¡Ni se te ocurra!
¡Como que te crees tú que vas a salir de allí con el coche entero! A mí me
respetan, pero yo no puedo garantizarte que tú puedas salir como has entrado.
La jefa, como ella la llamaba, escuchaba esas historias y, entre
preguntas y risas, iba conociendo a una de las personas con más valor que se
había de encontrar en la vida. Hasta entonces no había tenido la oportunidad de
aprender de primera mano la crueldad con que la vida trata a algunas personas,
y cómo la determinación y el coraje sirven para salir de las peores agonías y
dar la vuelta al destino.
Se apreciaba
fácilmente que entre el mundo en el que había nacido y en el que vivía había un
abismo. Por alguna razón, ella había escapado de una vida que, sin saber si era
peor o mejor, se intuía diferente. Unos días hablaba con entusiasmo de su
infancia en la estación del tren de un pueblo grande del otro extremo de
Andalucía, donde su padre, como jefe, tenía adjudicada una vivienda
con jardín; otros días decía que no quería ni acordarse de esa casa, y,
sin embargo, explicaba hasta las fechas de fabricación de las locomotoras
que dormían en las vías muertas, de las que sabía marcas y modelos. Con toda
seguridad, lo que quiera que fuera que le cambió la vida, ocurrió en
aquel escenario.
Pasando los días con
sus limpiezas, sus cigarrillos y sus cafés del final de la jornada, se habían
hecho amigas, y con la confianza había ido dejando al descubierto la historia
de su vida, una de esas historias que sólo nos llegan a través de los
telediarios y que nunca pensamos que puedan pasar en la puerta de al lado.
El primer dato
relevante que conoció la jefa fue que la madre había muerto cuando ella estaba a
punto de cumplir quince años, y que su muerte no había sido natural: la mujer
se había suicidado. Por lo visto, no había podido superar una depresión que
arrastraba desde hacía algún tiempo, y había decidido acabar con su vida una
noche, bajo las ruedas chirriantes del Expreso de Barcelona.
A partir de ahí
fue contando experiencias cada vez más traumáticas, tanto que la jefa se
desvelaba por la noche pensando en ella, impresionada por la magnitud de los
hechos y por la valentía con que, pese a su juventud, la otra los había
afrontado.
-Nos hicimos cargo de
la casa mi hermana y yo, ella dejó el instituto, pero yo seguí porque a mí me
gustaba mucho estudiar, y mis profesores decían que era una lástima que lo
dejara porque mi futuro era hacer una carrera, y como yo quería hacer medicina
me quedaba por las noches estudiando y no salía con las amigas para
aprobar los exámenes, pero me quedaba dormida en las clases. Al final lo dejé
todo, pero eso fue por otro motivo.
-¿Y qué motivo era
ese?
-No te va a gustar,
pero si quieres yo te lo cuento, luego no me digas que te quitan el sueño mis
historias.
Y aquella tarde,
tomándose un café y con su hijo durmiendo plácidamente en sus brazos, escuchó
una fea historia, de esas que desgraciadamente ocurren en el mundo más veces de
las que habría que desear, y que ella, hasta el momento, solo las conocía por
las crónicas de tribunales de la prensa.
Muchas cosas se
aclararon para la jefa, por fin comprendió el por qué de aquel proteccionismo
maternal hacia su hermana y su sobrino. En todas las conversaciones que
tuvieron a lo largo de la vida, siempre hablaba de ellos como una madre
contaría las cosas de sus hijos. Conocía la trayectoria del muchacho a través
de los comentarios que con orgullo ella le hacía en cada encuentro: “¡Estaba de
guapo vestido de primera comunión!” “¡Está altísimo y es muy buen
estudiante!” “¡Ya es médico!” “¡Se ha echado una novia estupenda! Lo
adoptó antes de nacer, fue un propósito que se hizo desde que su hermana
descubrió que lo llevaba dentro y que el novio no daría la cara.
Esa decisión adquirió
carácter de compromiso vital cuando una horrible noche encontró a su hermana tumbada en el suelo, casi sin
conocimiento, con la cara ensangrentada y llena de moratones, y no le hizo
falta preguntar por el autor de la paliza, le bastó con ver la cara
de verdugo de su padre que, todavía con la correa en la mano, se dirigió a ella
y le dijo:
-¡Tú!, si no quieres
que te dé a ti otra, ve a la cocina y prepara la cena para mí y para tus
hermanos.
Hizo la cena como le
habían ordenado y se acostó junto a su hermana para no dormir. Aquella noche
tan larga dio para toda una vida. La hermana le contó todo lo que la madre y
ella habían ocultado por miedo y vergüenza. Conoció el origen de la depresión
de la madre, que no fue otro que la impresión que sintió cuando descubrió que
el marido había violado a su hija mayor. La mujer, abrumada por el peso de una
culpa que no era suya, se fue hundiendo en el silencio, hasta que un día
el valor que no había tenido para enfrentarse a la crueldad del padre desnaturalizado
le sirvió para quitarse la vida.
Cuando reaccionó,
después de procesar en su cabeza toda la información que le había dado su
hermana, le costó poco tomar la determinación de no resignarse con la vida que
le esperaba, y decidió que había que cambiar el destino antes de que el padre
acabara con ellas, como había hecho con la madre. Ella tenía dieciséis años, y
su hermana dieciocho.
El resto de la noche
lo pasó rebuscando los ahorros que tenían y preparando una bolsa con ropa de
las dos. Con mucho tacto, escribió una nota para sus hermanos en la que les
decía que recurrieran a su abuela paterna, que apechugara con su hijo y con sus
nietos; que las perdonaran, pero que alguna vez las comprenderían. Le costó
convencer a su hermana, paralizada por el miedo, pero al final consiguió
meterla en el primer tren que salió para cruzarse con el sol en su camino hacia
la otra punta de la región, y juntas viajaron hacia el este como podían haber
viajado hacia el norte, porque lo único que querían era huir de aquella
estación, de aquella familia, de aquella vida.
En el tren viajaban
jornaleros que iban a la recogida de la aceituna, familias enteras como era
costumbre, y no les costó mucho trabajo enrolarse con ellos, aterrizando en un
cortijo donde empezaron a ganarse la vida por ellas mismas; con las manos
desolladas y muertas de frío, lejos de su instituto y de sus sueños de estudiar
medicina, la una, y con un embarazo de dos meses, la otra; pero ambas
convencidas de que, por muy mal que les fuera en adelante, siempre sería mejor
que aquello que dejaron atrás, en la casa del jefe de la estación del
ferrocarril del pueblo grande de la campiña, al que ninguna de las dos pensaba
volver jamás.
La rueda de los días
continuó girando, el temor y la incertidumbre dieron paso a las ilusiones y la
confianza. Ganarse la vida con las manos no fue tan difícil; dos personas
jóvenes, fuertes y trabajadoras, sin miedo ni reparos ante cualquier tarea,
salen adelante, ¡vaya que sí salen! Recogieron aceitunas, cosecharon judías
verdes, espárragos y cerezas, cuidaron las ovejas, después limpiaron la casa de
los cortijeros, y con ellos se fueron a la capital de la provincia, para
trabajar como empleadas de hogar. Haciendo los trabajos que nadie quería hacer,
y haciéndolos bien, se abrieron paso en una ciudad desconocida las dos niñas,
sin más título que su voluntad y su determinación por cambiar las cosas que tan
torcidas se les habían presentado.
Ahora, que han pasado
más de treinta años desde aquellas tardes de limpieza y confidencias, las dos
mujeres se ven con frecuencia en las consultas de los médicos que
es lo que toca. En el último encuentro la que fue la jefa, recordando la historia de su amiga, sintió curiosidad y
le preguntó por su padre. Ella respondió dando un respingo y abriendo mucho los
ojos, con una expresión desconcertante, como si quisiera demostrar que se
alegraba de que le hicieran esa pregunta, y dijo:
-¡Se murió el
“hijoputa”!
Cuando le avisaron sus
hermanos de que estaba en las últimas y que pedía que llamaran a sus hijas,
decidió ir a verlo y se puso en camino con una urgencia por volver al
pueblo solo comparable a la que sintió hace cuarenta años por salir de él. La
hermana no quiso acompañarla, no quería darle la oportunidad de pedir perdón;
sin embargo, ella se lanzó a la carretera como loca, deseaba que los kilómetros
fueran metros, porque no quería llegar tarde, quería pillarlo vivo a toda
costa. Y vivo estaba cuando llegó, gracias a los cables y a los tubos
que lo conectaban a las máquinas retrasadoras de la muerte.
Al entrar en la
habitación y comprobar que la piltrafa humana que había en aquella cama era lo
que quedaba de aquel hombre fuerte y potente, que sometía a su servicio a todo
y a todos, estuvo a punto de sentir lástima; con la boca sin dientes abierta
buscando un aire que ya no era para él, respirando gracias a que unos tubitos
que le salían de la nariz afilada le metían oxígeno comprado en el cuerpo
y escapándosele la vida por unos ojos que suplicaban perdón. Verlo
así, derrotado y decrépito, casi le hizo claudicar y ceder en su
determinación, pero la sensatez que la caracterizaba y el recuerdo de tantos
años de lucha por la vida, la devolvieron al mundo real, y el resentimiento y
el desprecio pusieron orden a la situación. Salió al pasillo e invitó a sus
hermanos y al cura, que había venido a confesarlo, a que entraran con ella y se
acercó a la cama, el hombre extendió la mano para coger la de su hija, pero
ella hizo un movimiento de desprecio y con esa misma mano le cogió la oreja,
como hacían los maestros antiguos, tirando hacia afuera para que oyera mejor,
se acercó y le dijo:
- ¡Que te enteres que
no voy a permitir que te mueras sin ponerte en tu sitio! Supongo que le habrás
confesado al cura todo lo que has hecho en la vida, ¿no?
Espero que le hayas dicho que maltratabas a tu mujer y a tus hijos y le habrás contado que fuiste la causa de que ella perdiera la razón hasta llegar al suicidio, ¿verdad? O quizás no le has confesado al cura y a mis hermanos que, además de darle palizas bestiales, también violabas a tu hija mayor y que amenazabas a tu mujer con matarla si te denunciaba. Por si no lo has confesado, que sepas que yo he venido solo para decirte, porque se lo debo a mi madre, que nosotras no te hemos perdonado ni lo vamos a hacer, que no te vayas tranquilo, que no se nos ha olvidado lo que hiciste y que mientras vivamos te vamos a recordar como el verdugo indecente que has sido.
Espero que le hayas dicho que maltratabas a tu mujer y a tus hijos y le habrás contado que fuiste la causa de que ella perdiera la razón hasta llegar al suicidio, ¿verdad? O quizás no le has confesado al cura y a mis hermanos que, además de darle palizas bestiales, también violabas a tu hija mayor y que amenazabas a tu mujer con matarla si te denunciaba. Por si no lo has confesado, que sepas que yo he venido solo para decirte, porque se lo debo a mi madre, que nosotras no te hemos perdonado ni lo vamos a hacer, que no te vayas tranquilo, que no se nos ha olvidado lo que hiciste y que mientras vivamos te vamos a recordar como el verdugo indecente que has sido.
Le soltó la oreja con
desprecio, y al salir de la habitación le dijo al cura:
-¡Perdónelo usted si
quiere!
El pobre cura, sin
saber donde se metía, le recordó que era su deber perdonar y que había que
cumplir con el Cuarto Mandamiento, a lo que ella respondió sin cortarse:
-¿A que le parto la
cara?
Una vez más, y
esperemos que no sea la última, la jefa recibió la correspondiente lección de
vida y coraje de parte de la que fue su empleada. Y con todo el cuidado y
el respeto posible, ha tratado de contar aquí su singular historia que, sin
duda, es digna de ser divulgada para admiración de propios y extraños.
Perdonar se puede, olvidar, nunca,
ResponderEliminarY esta valiente ha conseguido vivir sin olvidar y sin perdonar. Bravo por ella
El daño gratuito ni se olvida ni se perdona
ResponderEliminarGracias Coco
marisa márquez
Impresionante lección de vida, ella si era de verdad "indignada".
ResponderEliminarEl cura, como siempre , a la luna de Valencia
Un abrazo.
P.D.
La apología del "fumeque", el único pero.
Estremecedor relato.
ResponderEliminarLo asomo a mi ventana de inmediato.
Espero te guste la ilustración de la estación de trenes, me ha costado encontrarla, sin duda.
Un abrazo.
P.D.
¿para cuando la novela?
Precioso tu cuento, Coco, sigue retratando España para que la sigamos comprendiendo... besos macu
ResponderEliminarCoco: Me sigues sorprendiendo con la frescura y amenidad con que nos regalas tus relatos. ¡Eres, sencillamente genial!
ResponderEliminarA ver si te prodigas más y publicas pronto una recopilación.
Ayer te puse un largo comentario sobre la dureza de esta historia, tan llena de falsas culpabilidades, de carne de telediario y crónica negra. Lamentablmente, blogger dio ayer problemas y varios comentarios míos se quedaron en el ciberespacio.
ResponderEliminarRelato con un estilo ligero, ritmo muy acertado, te,a muy bien tratado y ambos personajes bien calculados.
Me ha gustado. Te he enlazado en mi blog.
Un abrazo,
Alberto GRanados
Gracias Julia, Marisa, Morayma,Ángel, Macu,Pepe y Alberto,por leer mis relatos y muchísimas gracias por los amables comentarios.
ResponderEliminarReproduzco el comentario que Joaquin hizo y envió por correo:
ResponderEliminar"Coquito, he leído tu último relato, y me ha parecido estupendo. Se nota una sustancial diferencia -para mejor, claro- con los anteriores de tipo técnico, se podría decir, o "de oficio". Está muy eficazmente expuesto y muy bien estructurado. El contraste que se produce entre el fondo y la forma, me resulta curioso, porque conforme lo vas leyendo tienes la sensación de ver -al modo impresionista, para decirlo gráficamente- lo que está pasando, pero lo que el personaje a su vez cuenta, es espantoso, quedando, sin embargo, dulcificado en la conciencia del lector, por el poder expresivo de la descripción del ambiente hogareño y apacible en el que trascurre la narración. Está realmente bien.
Jóse se lo acaba de bajar a los del 3º, aunque no sé si ese final va a resultarles demasiado duro.
Un beso.
Joaquín
P.D. Lo que no he podido sufrir es que compartieseis cigarro."
Gracias Joaquín, lo dicho, tu me haces los comentarios de mis textos y yo a ti de tus libretos teatrales y ¡¡¡Pajaricos con la madre!!!
ResponderEliminarDos párrafos sobrecogedores:
ResponderEliminar"como la paciencia es una virtud...", "se acostó junto a su hermana para no dormir" y "sin más título que...". Destacar también la riqueza de personajes, la parquedad de adjetivos -necesaria para esta historia- , la brutalidad de lo que no se dice. El diálogo entre el cura y ella genial. Y el guiño literario de la última frase.
Por otra parte, estoy de acuerdo con lo que te escribe tu hermano Joaquín. El cigarrillo es un elemento cohesionador, digan lo que digan
Muchas gracias, Vitamina.
P.D.: ¿Y la novela, Finstro?
Dos párrafos sobrecogedores:
ResponderEliminar"como la paciencia es una virtud...", "se acostó junto a su hermana para no dormir" y "sin más título que...". Destacar también la riqueza de personajes, la parquedad de adjetivos -necesaria para esta historia- , la brutalidad de lo que no se dice. El diálogo entre el cura y ella genial. Y el guiño literario de la última frase.
Por otra parte, estoy de acuerdo con lo que te escribe tu hermano Joaquín. El cigarrillo es un elemento cohesionador, digan lo que digan
Muchas gracias, Vitamina.
P.D.: ¿Y la novela, Finstro?
Realmente, empezar uno de tus relatos es dejarse atrapar como sin darse cuenta. Aunque sean magistrales ya, así de cortos, apetece seguir leyendo unas cien o doscientas páginas más. De momento como solo he leído unos cuantos, seguiré disfrutando. Gracias, Coco.
ResponderEliminar