EL
PARRAL DEL COLORÍN
Hacía
años que El Colorín le vendió el parral a su vecino. Llegaron a un acuerdo: él
necesitaba dinero para afrontar su vejez y el vecino quería ampliar su finca
para cuando sus hijos fueran mayores.
Negocio razonable planteado así, pero el trato fue mucho más explícito:
-Mire
usted, tengo más de setenta años y una pensión muy escasa. Como soy viudo y no
tengo hijos, si quiero que alguien me cuide voy a
tener que pagarlo; además, quiero darme algunos caprichos y disfrutar un poco de la vida. El problema es que yo
no quiero perder mi parral, se lo vendo muy barato pero con la condición de
seguir usándolo yo mientras viva.
Puso
un precio mejor que razonable: lo que para él solamente era un parral, para el
vecino era la ampliación de su finca que en el futuro sería parcela urbana.
Llegaron a un acuerdo y, satisfechos los dos, se llevó a cabo la venta con las
condiciones que el labrador imponía: para el vecino la nuda propiedad, para el
labrador el derecho real de usufructo, quedando todo bien
registrado.
Las
dos fincas estaban en una ladera, justo donde el monte dejaba de serlo, para
convertirse en vega. En la parte más alta estaba el parral, una gran
franja de terreno que además de las parras tenía algunos árboles frutales y una
pequeña huerta; abajo quedaba la casa del vecino con su gran jardín y su
piscina.
Desde allí los vecinos veían al hombre trabajar en su campo todos los días del año. Prácticamente vivía allí, a su casa del pueblo solo iba a dormir en invierno: no le tenía mucho aprecio a esa casa que su esposa heredó de sus padres y que sería para sus sobrinos cuando él falleciera. La choza que tenía en el parral para los aperos, a simple vista, no reunía muy buenas condiciones de habitabilidad, con su tejado de uralita y las paredes sin encalar, casi una ruina, pero al hombre le gustaba dormir en el campo, solo las tormentas y las heladas lo hacía volver al pueblo, el resto del tiempo allí se quedaba.
Tuvieron
una buena relación los dos vecinos. El labrador solía llevar a los de abajo
grandes cestos de los mejores frutos de sus árboles, presumía de hacer la
recolecta en el momento óptimo de maduración. Los albaricoques eran los mejores
de toda la vega y bien orgulloso que estaba de ellos. Por su parte, el vecino
le ayudaba en todo lo relacionado con los “papeles”, para él lo asuntos
oficiales eran una amenaza inquietante de la que no sabía defenderse y se
sentía tranquilo con la protección de su vecino. Con esa buena y respetuosa
vecindad convivieron bastantes años, los que vivió el labrador.
Un día de invierno las campanas de la iglesia del pueblo avisaron a sus paisanos que El Colorín había muerto. Sus vecinos y algunos parientes le dijeron adiós con respeto según la costumbre y le dieron sepultura.
Dejó
pasar el vecino un tiempo prudente y, tras las gestiones legales pertinentes,
tomó posesión del que era su parral. Para unirlo a su finca contrató
una cuadrilla de confianza para la ejecución de las reformas, a
la que dejó claro los resultados que le interesaban:
eliminación del parral, respetando los árboles frutales y demolición de la
caseta.
A
primera hora de la mañana, del primer día de las obras, el maestro se presentó
en la casa del dueño del parral reclamando su presencia para ver algo que
habían encontrado. Según la cara de circunstancias que traía el hombre, lo
menos que se esperaba el dueño era encontrar el cuerpo de un paisano
enterrado desde Dios sabe cuándo, o cualquier resto fosilizado de algo que
vivió hace hace millones de años y que lo único que iban a hacer ahora
era entorpecer y echarle a perder los proyectos que tenía para el
terreno. Le temblaban las piernas de pensar lo que se le podía venir encima, ya
veía una invasión de arqueólogos, policías, periodistas y autoridades
enredando por la parcela.
En
ningún momento se le ocurrió pensar que podía ser cosa de El Colorín, al que él
siempre había considerado un hombre cabal, serio y prudente y un
trabajador incansable, como prueba el hecho de que estuvo trabajando en
aquel parral hasta el último día de su vida.
En
la puerta de la cabaña estaban los otros dos albañiles que componían la
cuadrilla del maestro. Algo los divertía mucho porque hacían comentarios y se
reían a carcajadas. Aquellas risas, lejos de tranquilizarlo, le despertaron la
curiosidad más todavía: ¿qué había dentro de la caseta que tanto les divertía?
El maestro, al llegar, riéndose también, empujó la puerta, que se abrió
totalmente, y con la mano señaló hacia el interior.
El
hombre no podía creer lo que estaba viendo: donde debía de haber un cuarto de
aperos rústico, había una alcoba de casa de muñecas con su cama en el centro
vestida de raso brillante en color rosa, adornada con una colección de
cojines con forma de corazón de distintos tonos morados. Un par de lamparitas
daban luz indirecta, y una alfombra de peluche rojo ocultaba prácticamente la
totalidad del suelo de cemento basto. Las paredes de bloques de hormigón sin
enlucir estaban cubiertas de almanaques con fotos de mujeres con poca
ropa, tan hermosas como anticuadas. Quién iba a decir que aquel hombre de
campo, bajito y viejo, tenía en el parral un nido de amor encubierto, con
todo lujo de detalles.
Los
vecinos veían a veces algunas mujeres por allí, pero daban por hecho que se
trataba de familiares que venían a ayudarle. Por la edad que tenía el hombre a
nadie se le hubiera ocurrido atribuirle otras intenciones.
Con
todo el dolor de su alma el hombre ordenó desmantelar el nido de amor de su
vecino. Tuvo que superar un cierto sentimiento de culpa por lo que él consideró
que era una falta de respeto a la memoria de su fogoso vecino.
Nuevas
sorpresas aguardaban aún al dueño del parral: el legado de El Colorín tenía más
problemas de lo que se esperaba. El concepto de vecino intachable que se había
labrado a lo largo de los años estaba a punto de volverse del revés. En unos
cuantos días se habían de producir ciertos acontecimientos que dirían más de su
vida y costumbres que lo que dejó ver en su andar por el mundo. Cuando su tiempo
se acabó fue cuando se conoció de verdad a aquel gitano fino y bajito,
trabajador y honrado, que fue un galán en su juventud y también en su vejez.
Después
de los descubrimientos el dueño ya no abandonó el parral; se quedaba allí
mirando cómo trabajaban los hombres, incluso, si hacía falta, echaba una mano.
Quería estar cerca si se producían nuevos “hallazgos”. Pero esta vez las
sorpresas no estaban dentro del parral, aunque sí estaban relacionadas
directamente con él.
Lo que nunca hubiera imaginado es que aquella mujer madura, fuerte y bien plantada, que se presentó en el parral una mañana, llevara en sus manos otro sobresalto proporcionado por El Colorín.
La
señora preguntó por la persona responsable de aquellas obras y el dueño se
presentó como tal.
-¿Quién
le ha dado a usted permiso para entrar en mi parral y tirar la caseta?
-Perdón, señora, este parral no es suyo.
-Este
parral es la herencia que me ha dejado a mí El Colorín y aquí está el
testamento.
De
poco sirvieron las explicaciones del hombre sobre la propiedad de aquella
parcela, ella no estaba dispuesta a creerlo en absoluto, se fue de allí
dispuesta a hacer caer todo el peso de la ley sobre el intruso.
A
los pocos días recibió la visita del abogado de la mujer al que le tuvo que
mostrar las escrituras de compraventa y la Nota Simple del Registro de la
Propiedad que había tenido la prudencia de obtener tras la visita de la
señora.
El
abogado, por su parte, explicó que el documento que tenía la mujer era un
testamento ológrafo emitido, por supuesto, muchos años después de haber vendido
el parral. En él, El Colorín la nombraba heredera de sus bienes, consistentes
en un parral que no tenía y una casa que no era suya. Ambos habían llegado a un
acuerdo, él la nombraba heredera de sus bienes y ella a cambio le
otorgaba sus favores sexuales mientras los necesitara.
La
señora por fin se enteró de que había sido estafada, aunque solamente en
la parte económica, porque según la maliciosa lengua del abogado, a pesar
del engaño, la cara de la mujer se iluminaba con una sonrisa nostálgica cada
vez que se hablaba de El Colorín.