martes, 25 de septiembre de 2012

LA ALARMA






LA ALARMA


         El edificio hacía esquina entre dos de las calles más céntricas de la ciudad. La unión de las dos fachadas se había resuelto en redondo,  lo que la convertía  en una tercera fachada estrecha, pero suficiente para albergar una elegante puerta principal a la que se accedía, desde el nivel de la calle, por una escalinata semicircular que pretendía dar al edificio categoría sin mucho éxito. a pesar de la ayuda proporcionada por una hermosa marquesina que, como si fuera el ala ancha de un sombrero cordobés, protegía del sol y de la lluvia a los visitantes.   
     
         Se construyó este edificio a mediados del siglo XX  para albergar la sede de la Organización Nacional de Ciegos de España, la prestigiosa ONCE, la cual, efectivamente, allí tenía su Delegación Provincial.

         Una vez descrito el escenario, vamos a  contar los acontecimientos que sucedieron una mañana de un conflictivo mes de mayo, en plena hora punta.

         Desde muy temprano se habían instalado en las escaleras un grupo de trabajadores reivindicando algo,  no interesa conocer si era protesta por derechos lesionados o exigencia de mejoras; en cualquier caso, era un grupo de trabajadores en lucha, algo muy habitual en el último cuarto del siglo XX, periodo en el que la dignidad de los trabajadores alcanzó niveles nunca vistos, gracias, entre otras muchas cosas, al esfuerzo de personas como las que se sentaban en la escalera de la ONCE aquella mañana.

         No eran muchos, no había más de diez compañeros, y a la cabeza de ellos se encontraba un vendedor de cupones, ciego total, que era uno de los sindicalistas más conocidos de la ciudad. En cualquier manifestación o protesta que hubiera, fuese del colectivo que fuese, estaba este sindicalista luchador, conocido como El Sindicalista,  temido en todas las oficinas de la  Administración, a la que acudía para resolver los problemas de todos sus compañeros. El hombre no era precisamente un ejemplo de buenos modales, era escandaloso, brusco, maleducado… Un personaje difícil de tratar, quizás en eso radicaba su eficacia. Los manifestantes, sentados en la escalera entre pitos y golpes de bastón en el suelo, coreaban sus consignas,  podrían fracasar en sus propósitos, pero no iba a ser por falta  de ruido.

         En el interior del edificio trabajaban los demás compañeros videntes e invidentes, que aguantaban el chaparrón como podían. Como siempre, había opiniones para todos los gustos. Se repetía allí  la eterna escena: se exponían los valientes, aplaudidos por los  prudentes menos valientes; y los criticaban los cobardes desagradecidos, deudores de favores y prebendas que no querían perder, y mucho menos compartir. Vieja historia.

         Entre el grupo de los desagradecidos sobresalía una voz de mujer, desagradable como pocas, tan  desagradable como toda ella. Era famosa en la oficina por su antipatía y su carácter beligerante con todos, excepto con los jefes. No era ciega, estaba afectada de baja visión por lo que llevaba unas gafas de cristales gruesos que le ayudaban a andar por la vida medianamente. Su marido, ciego total, era un directivo importante de la organización, era catalán y se llamaba Pere: irremediablemente ella era La Pera. 
  
         A media mañana, los ánimos comenzaron a calentarse: los pitidos cada vez se hacían más insoportables para los contrarios a las protestas y, alentados por los jefes, formaron una expedición en dirección a la escalera,  dispuestos a hacer callar a los manifestantes. Como es natural, la comitiva estaba encabezada por La Pera.

         Allí estaban los dos equipos antagonistas, separados por tres escalones: arriba, La Pera con los suyos, amenazando; abajo los manifestantes, parapetados detrás de El Sindicalista, formados en uve como los ánsares, dispuestos a no moverse ni un milímetro.

         Bajaron la mujer y los suyos determinados a acabar con aquella algarabía. Con mucha seguridad ella se dirigió al hombre y,  acercándose temerariamente a su cara, le gritó que se fuera a molestar a la calle. La respuesta de él fue contundente: le pegó un bastonazo con precisión milimétrica entre las cejas que le partió las gafas en dos mitades  exactas. Sin duda veía con los ojos de la indignación lo que no podía ver con los de la cara. 

         Al recibir el impacto la mujer cayó al suelo gritando. Con su voz aguda emitía un chillido desagradable que interrumpía para tomar aire intermitentemente, y el sonido  subió por las escaleras y se coló en todas las dependencias hasta adueñarse de la totalidad del edificio.  

         Automáticamente se activó el Plan de Evacuación para Catástrofes, y, a las ordenes del Comité de Emergencias, se pusieron en marcha las Brigadas de Apoyo que ordenadamente y en pocos minutos, siguiendo el protocolo tantas veces ensayado,  dirigieron a todos los trabajadores a la calle. Los brigadistas se extrañaron al llegar al portal y ver a La Pera sentada en el suelo con las gafas rotas y gritando y a El Sindicalista enfrente pitando. Tardaron muy poco en darse cuenta de  que se había activado el Plan sin identificar debidamente el Riesgo, pero ya era imposible volver atrás: los bomberos tendrían que encargarse de hacer callar a La Pera, ni más ni menos.

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jueves, 13 de septiembre de 2012

SE VAN LOS MONTAÑEROS, SE VAN, SE VAN


              




SE VAN LOS MONTAÑEROS, SE VAN, SE VAN



En la fonda de ese pueblo serrano y pintoresco, al que se llega por la carretera más alta de la península y se elabora el jamón con denominación de origen que da fama a su nombre, se iban juntando poco a poco los montañeros en los días previos a las grandes travesías.        

Antes de acometer la aventura de atravesar la cordillera coronando los “Tresmiles”, que es como  llaman a los picos de más de tres mil metros de alturac, se reunían para cenar y hablar del plan a seguir en la excursión. Para hacer acopio de fuerzas y empezar con energía se sentaban en el comedor donde el posadero les servía gigantescos bocadillos de jamón, según costumbre, acompañados de buenas jarras de vino de los cortijos del valle.

Para fomentar las tertulias, les servía de postre grandes tazones de chocolate caliente, invitándoles previamente a sentarse en el salón frente a la chimenea. Tenía la costumbre de dejar las llamas como única fuente de luz, con lo que conseguía  crear un ambiente más que apropiado para la velada.

Eran aquellas tertulias mágicas, como corresponde a semejante escenario, en las  que participaban todos hasta la hora de dormir, incluida la familia del posadero. Se sucedían las aventuras de montaña, las leyendas de reyes moros enterrados en los ventisqueros debajo de las nieves perpetuas, las historias de acequias y horas de riego por costumbres mantenidas desde hacía más de cinco siglos, y también, cómo no, se hablaba de aparecidos y de ánimas vagabundas que erraban por los campos en espera de que alguien se acordara de rezar por ellas para ser liberadas de su castigo y descansar eternamente. Siempre había algún aficionado a asustar que inventaba cuentos de cortijos abandonados y malditos, o casas del camino por las que había que tener mucho cuidado al pasar porque estaban ocupadas por perros rabiosos.

Tras la buena cena y la entretenida velada, unos dormían con miedo y otros sin él, pero en general dormían bien gracias al jamón, al vino y al chocolate, y volvían antes del amanecer al bar para partir a sus aventuras después de un gran desayuno con aguardiente incluido.
        
La hija de los posaderos, con apenas doce años, solía levantarse un par de horas antes, se reía mientras se desayunaba un vaso de orujo, procurando que no la viera nadie, y todavía de noche salía con sigilo en dirección a la casa vieja del camino, donde conseguía meter a todos los perros y gatos que podía atraer con restos de comida, los encerraba en el cuarto de abajo y al acercarse los excursionistas tiraba cuatro petardos y, cuando más alterados estaban los animales, les abría la puerta y salían como la yesca ladrando, maullando y tropezando con todo el que encontraban en su huida, asustando a base de bien a los montañeros que iniciaban su excursión. Así tenían algo que contar en la tertulia siguiente.

Otras veces se subía al piso alto de la casa abandonada, colocaba unas cuantas velas encendidas estratégicamente y se ponía un abrigo en la cabeza, cruzaba por las mangas el palo de la fregona, semejando un hombre sin cabeza con los brazos abiertos, y daba grandes alaridos mientras pasaban los excursionistas: terror matutino para empezar la aventura.

Como pasaba el día ensimismada preparando sus próximas gamberradas, se había creado fama de niña ejemplar. Pero a su madre no la engañaba: la había pillado muchas veces con las manos en la masa, aunque  comprendía que en aquel pueblo se aburría la chiquilla y, salvo por algunas advertencias sobre los posibles peligros de sus travesuras, había hecho la vista gorda. Al fin y al cabo las tertulias de las noches de verano en la posada se estaban haciendo famosas y el negocio cada día iba mejor.

Coincidían tiempos de grandes cambios en la economía del país, las directivas europeas lo habían destinado al negocio del turismo  y  la región reunía las condiciones precisas  para ser explotada: había que  sacar de la belleza de sus colores, de sus pueblos colgados de los barrancos y de su paz, lo que no se había  conseguido en los siglos de los siglos con la minería, la ganadería y la agricultura juntas.
        
A base de ayudas económicas para la puesta a punto, asesoramiento suficiente para ofertar atractivos en forma de  “Ferias de la Castaña”, “Turismo Rural” y “Navidades Blancas”, así como la difusión a los cuatro vientos de los atractivos de la zona, se consiguió convertir la región en destino preferente del turismo en cualquier época del año.

Los posaderos, uniendo su potencial al de la región, prosperaron mucho y en pocos años. Los mismos que tardó su hija en convertirse en una guapa muchacha que alternaba sus estudios con sus entretenimientos secretos, cada vez más sofisticados.

Transcurría el verano del último año del instituto y la niña estaba particularmente inquieta por los cambios que sufriría su vida a partir del mes de septiembre, cuando se trasladaría  a la capital para iniciar sus estudios en la universidad. A pesar de esas inquietudes, la niña continuaba divirtiéndose asustando a los excursionistas, y preparando el próximo susto, que había de ser espectacular por ser el de la despedida, sucedió algo que, por su magnitud, la dejó marcada para siempre.

Eran días de fiesta en todos los pueblos de la comarca y las verbenas llenaban de alegría la noche, se divertían los jóvenes y también los mayores. Como en todas partes, se bebía, se comía y se bailaba. Alegría para todos sin excluir a nadie, ni siquiera al pastor, que en esos días bajaba de las cumbres dejando a las ovejas al cuidado de los perros, abandonando su vida de ermitaño por unas horas.

El hombre, que no había bajado al pueblo en todo el verano, estaba encantado bebiendo sin miedo mientras miraba a las muchachas que bailaban y coreaban los estribillos que marcaba la orquesta. Cuando se hartó de tanto baile y tanto alcohol, se dispuso a marchar por el sendero que lo llevaba a los rediles donde dormían sus ovejas plácidamente, sin contar con que su cuerpo había llegado al límite y el sueño y la borrachera lo estaban venciendo. Acostumbrado a dormir en cualquier parte, la casa abandonada del camino le pareció un albergue ideal para pasar la noche, descansaría y continuaría por la mañana, de todas maneras a él no lo esperaba nadie, excepto sus perros y sus ovejas, que sabrían ir solas a los borreguiles a desayunar y a beber agua a las chorreras; los perros ya se las arreglarían cazando algún conejillo, tontos no eran.

Echó un vistazo a la casa y decidió subir al  piso de arriba para dormir más tranquilo, no prestó atención a los trastos que había por allí, no estaba el hombre para eso. Se durmió tranquilamente pero al rato las emociones de la tarde y los efectos de la bebida empezaron a dirigir su mente solitaria, hasta que los sueños de muchachas danzarinas, que movían sin recato sus faldas cortas, le hicieron subir la temperatura de tal manera que tuvo que quitarse la ropa para calmarse como él sabía y así dormir relajado y fresquito.

Antes de la madrugada la niña, como siempre, se dirigió a su factoría de gamberradas para preparar la correspondiente a ese  fin de semana. Iba tranquila y feliz, con la seguridad de quien se mueve en terreno propio; se sabía de memoria el camino, podía subir las escaleras sin cuidado porque lo había hecho tantas veces que sus pies esquivaban los tablones levantados y sorteaban los huecos sin necesidad de mirar.

El pastor había pasado la noche dormido en el piso de arriba desnudo como lo trajo su madre al mundo,  la madrugaba lo empujaba de nuevo a los sueños con las muchachas descaradas que bailaban y bailaban y en su interior nacía un deseo de procreación imparable. No estaba en condiciones de identificar los ruidos que se producían en la escalera, los crujidos de la madera se mezclaban con el estribillo de las canciones de  la orquesta, que se repetía una vez y otra en su cabeza: había un tractor amarillo que lo estaba volviendo loco. Ni siquiera había reparado en la excitación que le estaban produciendo las jóvenes del baile, cuando de pronto un alarido sobrehumano le hizo ponerse de pie de un salto, soltando un fenomenal grito, asustado al ver a una guapa joven de carne y hueso que también chillaba mientras se tapaba los ojos horrorizada. Hasta entonces el hombre no había sido consciente del tamaño de su pene, no había tenido ocasión de compararlo con otros, aparte de los de  sus perros o sus borregos, y alguna que otra caballería, no tenía más referencias.

La niña sí tenía referencias y no se  podía creer que aquél fuera de un humano normal, por eso gritó de aquella manera cuando entró en el cuarto de los miedos de  la casa embrujada y   vio a un hombre chillando levantarse  sobre dos piernas que le anclaban al piso , mientras una tercera señalaba al techo: dos miembros  hacia el suelo y uno hacia el cielo.            
              
Salió de la casa  corriendo,  sin atreverse a mirar atrás, y a partir de ese día no se han vuelto a producir más ruidos extraños, ni más gritos de terror, ni han salido perros rabiosos de la casa abandonada del camino de la  montaña.