LA ALARMA
El edificio hacía esquina entre
dos de las calles más céntricas de la ciudad. La unión de las dos fachadas se
había resuelto en redondo, lo que la
convertía en una tercera fachada
estrecha, pero suficiente para albergar una elegante puerta principal a la que
se accedía, desde el nivel de la calle, por una escalinata semicircular que
pretendía dar al edificio categoría sin mucho éxito. a pesar de la ayuda
proporcionada por una hermosa marquesina que, como si fuera el ala ancha de un
sombrero cordobés, protegía del sol y de la lluvia a los visitantes.
Se construyó este edificio
a mediados del siglo XX para albergar la
sede de la Organización Nacional de Ciegos de España, la prestigiosa ONCE, la
cual, efectivamente, allí tenía su Delegación Provincial.
Una vez descrito el
escenario, vamos a contar los
acontecimientos que sucedieron una mañana de un conflictivo mes de mayo, en
plena hora punta.
Desde muy temprano se habían instalado
en las escaleras un grupo de trabajadores reivindicando algo, no interesa conocer si era protesta por
derechos lesionados o exigencia de mejoras; en cualquier caso, era un grupo de
trabajadores en lucha, algo muy habitual en el último cuarto del siglo XX,
periodo en el que la dignidad de los trabajadores alcanzó niveles nunca vistos,
gracias, entre otras muchas cosas, al esfuerzo de personas como las que se sentaban
en la escalera de la ONCE aquella mañana.
No eran muchos, no había
más de diez compañeros, y a la cabeza de ellos se encontraba un vendedor de
cupones, ciego total, que era uno de los sindicalistas más conocidos de la
ciudad. En cualquier manifestación o protesta que hubiera, fuese del colectivo
que fuese, estaba este sindicalista luchador, conocido como El Sindicalista, temido en todas las oficinas de la Administración, a la que acudía para resolver
los problemas de todos sus compañeros. El hombre no era precisamente un ejemplo
de buenos modales, era escandaloso, brusco, maleducado… Un personaje difícil de
tratar, quizás en eso radicaba su eficacia. Los manifestantes, sentados en la
escalera entre pitos y golpes de bastón en el suelo, coreaban sus consignas, podrían fracasar en sus propósitos, pero no
iba a ser por falta de ruido.
En el interior del
edificio trabajaban los demás compañeros videntes e invidentes, que aguantaban
el chaparrón como podían. Como siempre, había opiniones para todos los gustos.
Se repetía allí la eterna escena: se
exponían los valientes, aplaudidos por los prudentes menos valientes; y los criticaban
los cobardes desagradecidos, deudores de favores y prebendas que no querían
perder, y mucho menos compartir. Vieja historia.
Entre el grupo de los
desagradecidos sobresalía una voz de mujer, desagradable como pocas, tan desagradable como toda ella. Era famosa en la
oficina por su antipatía y su carácter beligerante con todos, excepto con los
jefes. No era ciega, estaba afectada de baja visión por lo que llevaba unas
gafas de cristales gruesos que le ayudaban a andar por la vida medianamente. Su
marido, ciego total, era un directivo importante de la organización, era
catalán y se llamaba Pere: irremediablemente ella era La Pera.
A media mañana, los ánimos comenzaron a
calentarse: los pitidos cada vez se hacían más insoportables para los contrarios
a las protestas y, alentados por los jefes, formaron una expedición en
dirección a la escalera, dispuestos a
hacer callar a los manifestantes. Como es natural, la comitiva estaba
encabezada por La Pera.
Allí estaban los dos
equipos antagonistas, separados por tres escalones: arriba, La Pera con los
suyos, amenazando; abajo los manifestantes, parapetados detrás de El
Sindicalista, formados en uve como los ánsares, dispuestos a no moverse ni un
milímetro.
Bajaron la mujer y los
suyos determinados a acabar con aquella algarabía. Con mucha seguridad ella se
dirigió al hombre y, acercándose temerariamente
a su cara, le gritó que se fuera a molestar a la calle. La respuesta de él fue
contundente: le pegó un bastonazo con precisión milimétrica entre las cejas que
le partió las gafas en dos mitades exactas.
Sin duda veía con los ojos de la indignación lo que no podía ver con los de la
cara.
Al recibir el impacto la mujer cayó al suelo
gritando. Con su voz aguda emitía un chillido desagradable que interrumpía para
tomar aire intermitentemente, y el sonido
subió por las escaleras y se coló en todas las dependencias hasta
adueñarse de la totalidad del edificio.
Automáticamente se activó el Plan de Evacuación
para Catástrofes, y, a las ordenes del Comité de Emergencias, se pusieron en
marcha las Brigadas de Apoyo que ordenadamente y en pocos minutos, siguiendo el
protocolo tantas veces ensayado,
dirigieron a todos los trabajadores a la calle. Los brigadistas se
extrañaron al llegar al portal y ver a La Pera sentada en el suelo con las
gafas rotas y gritando y a El Sindicalista enfrente pitando. Tardaron muy poco
en darse cuenta de que se había activado
el Plan sin identificar debidamente el Riesgo, pero ya era imposible volver
atrás: los bomberos tendrían que encargarse de hacer callar a La Pera, ni más
ni menos.
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