¡AHÍ OS QUEDÁIS!
Con ocasión de los distintos
planes de promoción interna, la Administración convocaba oposiciones de turno
restringido para los funcionarios que reunieran los requisitos de titulación,
antigüedad y pertenencia a los distintos cuerpos inferiores.
El primer ejercicio de la oposición consistía
en una batería de preguntas sobre un temario, y el segundo, al que solo se
accedía si se aprobaba el primero, se basaba en la resolución de un par de
casos prácticos. Para la preparación de
este segundo ejercicio se organizaban clases o cursillos, siendo los
profesores otros compañeros especialistas en las distintas materias. No era
cosa muy formal: las clases se impartían en el mismo lugar de trabajo, un par
de tardes a la semana.
Y allí
estaban los dos jóvenes funcionarios-estudiantes atendiendo al
compañero-profesor que, con paciencia y amabilidad, planteaba supuestos prácticos, exponía posibilidades,
preguntaba las soluciones, explicaba y aclaraba las dudas que surgían y,
finalmente, resolvía el caso con todos los requisitos, como si de un expediente
real se tratara. Todo esto se desarrollaba en un ambiente de compañerismo con
las bromas y los comentarios propios de
la edad de unos y del carácter del otro. Alegría y sabiduría, que concluían en
aprendizaje seguro.
En
las otras mesas trabajaban los demás compañeros; aunque se procuraba hablar
bajito para no molestarlos, algunas veces se escapaban las palabras y llegaban
a sus oídos, y si sabían del tema en cuestión, intervenían y daban sus
opiniones, o aprovechaban lo que oían
para aprender también, siempre que la rutina de su trabajo no se resintiera.
Tan solo
desde una mesa no se recibían aportaciones, ni preguntas, ni nada. Era la mesa
del personaje más torpe que se puede encontrar en un trabajo de oficina, no se
sabe cómo llegó hasta allí, puede ser que tuviera memoria fotográfica compatible
con la ausencia de inteligencia, y que se aprendiera algún temario de memoria,
o que procediera de determinados colectivos que tiempos atrás se reciclaban, incorporándolos a la Administración, cuando sus cuerpos de pertenencia
desaparecían o por su edad no podían seguir en sus destinos, siendo jóvenes
todavía para la jubilación reglamentaria. Este era el caso de algunos policías
viejos y guardias civiles que ejercían allí sus destinos civiles.
El hombre era
muy torpe y lo más curioso es que lo sabía. Tenía un complejo tremendo y desconfiaba
de todo y de todos. No era el único que andaba por allí con pocas luces, pero
si estaba solo ejerciendo de tonto de remate, mientras los otros disimulaban
por sus otras cualidades, simpatía, amabilidad, prudencia. Pero él no, él, por
su carácter antipático se hacía notar más que nadie.
Volvamos a
las clases, que es en lo que estamos. Aquella tarde se estaba tratando un tema
de Convenios Internacionales. El maestro expuso un caso de un hombre que había
trabajado en Alemania, en España y en Francia, totalizando los periodos de trabajo en todos los países reunía el
requisito de cotización exigido para obtener la pensión, pero no tenía
suficiente tiempo en ninguno de los tres países por separado para alcanzar el
mínimo necesario para una pensión, según las legislaciones nacionales. Se
reproduce aquí el dialogo entre profesor y alumnos:
-Profesor: ¿Cómo
se resolvería este expediente?
-Alumno: Pues
en régimen de “Prorrata-témporis”
Esa fue la
última frase que pudo pronunciar el muchacho aquella tarde, porque, conforme la
pronunciaba, cometió el error de mirar al funcionario torpe de la mesa de al
lado, quién, sin saber cómo ni por qué, le lanzó una grapadora a la cabeza,
abriéndole una brecha en la frente que lo dejó allí en el suelo con la sangre
cubriéndole la cara.
Son muchas
las comparaciones que se hacen para definir la magnitud de la décima de
segundo, pero pocas son tan reales como ésta: contar el tiempo transcurrido
desde que el muchacho pronunció la terrible composición de palabras, hasta que
la grapadora le aterrizó en la cabeza después de un vuelo en curva por la
oficina, la define tan bien que debían
de utilizarla en los libros de texto para jóvenes.
Lógicamente,
cuando lo llamó el director, el hombre
estaba compungido y arrepentido, más bien asustado. Y ante la exigencia de una explicación convincente sobre los
motivos que lo habían llevado a reaccionar de una forma tan violenta, el
infeliz se excusó diciendo:
-Es que se
ríen de mí, se inventan palabras para ridiculizarme.
Ante una
explicación tan impropia, que no solo
demostraba que no tenía fundamento alguno, sino que también dejaba al
descubierto su ignorancia en materias tan corrientes para su trabajo, el
director no pudo reprimir la risa, corriendo el riesgo de ser descalabrado como
el otro. Pero no ocurrió eso, porque si
algo sabía el hombre era que los jefes son intocables. Al final todo
quedó en una anécdota, gracias a esa
risa y a la buena voluntad del alumno
agredido, que no quiso echar más leña al fuego: él sabría con qué cara había
mirado al tonto, mientras pronunciaba la fatídica frase: “En régimen de prorrata-témporis”.
Su
trayectoria laboral continuó poco tiempo más, pronto llegó el día de su
jubilación. Los compañeros que se encargaban de organizar la comida homenaje
que se hace en esas ocasiones, no las tenían todas consigo, pensaban que no iba
a ir nadie, como ha pasado alguna que otra vez, por lo antipático e insociable
del jubilando. Como es de suponer era de esos que nunca habían participado en
homenajes ni en regalos para nadie. Pero, aunque por méritos propios no se
había hecho acreedor de tal cosa, sí que se apuntó mucha gente, unos por
curiosidad, a ver qué decía en el
acostumbrado discurso de agradecimiento un hombre que casi nunca hablaba
con nadie. Y otros porque no se perdían ninguna, pero
todos iban con cuerpo de hartarse de reír, tratándose de semejante personaje algo memorable se esperaban.
Efectivamente,
algo pasó. Después del discurso de despedida que pronunció el director agradeciendo
sus servicios y brindándole el apoyo de todo el colectivo para el futuro, vinieron
los regalos y los brindis y, por fin, le llegó su turno. Con una determinación
desconocida en él, cogió el micrófono con una mano, mientras que levantaba la
otra saludando, se dirigió a los presentes
y con potente voz dijo:
-¡Ahí os
quedáis Mierdas Secas!
Salió por la puerta y no se le
volvió a ver.