jueves, 4 de abril de 2013

A LA MEDIDA



A LA  MEDIDA



El hombre había cumplido cincuenta años y llevaba treinta  en aquel pueblo perdido de la comarca más pobre de la provincia. Había llegado a la localidad con su flamante destino en la Caja Provincial de Ahorros, el primer puesto que ocupó fue el de Auxiliar de Caja. Por su formalidad y su buen trato se ganó el afecto de los clientes y de los jefes.

Se labró una buena reputación mientras crecía entre arqueos y balances, cada papel a su sitio y siempre la caja cuadrada al céntimo, tan correcto y tan prudente  que a nadie le extrañó que con veinticinco años fuera nombrado el director de sucursal más joven de la entidad.

Su novia de siempre se sintió orgullosa de casarse con aquel muchacho que había llegado tan alto en tan poco tiempo, y formaron una preciosa familia a la que pronto llegaron tres niños que dieron sentido a su vida.

Todo transcurría según se esperaba de él: sus hijos crecían, su mujer engordaba y él se quedaba calvo, todo dentro de lo natural. Prudentes en los gastos, ahorraron suficiente para poder enviar a sus hijos a estudiar a la capital; como eran tres, compraron un piso en un barrio popular y allí instalaron a sus niños, después de conseguir un préstamo hipotecario de los que la Caja ofrecía en condiciones preferentes para sus empleados, pero a pesar de eso su economía se resintió entre las cuotas del préstamo y los gastos de los hijos, se vieron obligados a  ajustarse un poco para poder cumplir. Por el futuro de los hijos cualquier sacrificio valía.

Con los hijos fuera de casa la vida se volvió aún más monótona, ella con sus actividades parroquiales y él en su oficina. Un par de sábados al mes iban a la capital a llevarles fiambreras y fiambreras llenas de las comidas preferidas, a cada uno la suya, que la madre conocía bien a sus hijos. Se daban una vuelta por los grandes almacenes para comprar cualquier cosa que les hiciera falta  y volvían al pueblo en el mismo día, con los bolsillos vacíos pero contentos porque así es como tenía que ser. Y el domingo a misa, una cerveza en el bar de la plaza y a la casa a comer, a dormitar en el sillón y por la tarde a ver el partido en la televisión. Y el lunes a la oficina para seguir la rutina, una vida tranquila para un hombre tranquilo.

Precisamente un lunes por la mañana, cuando más desprevenido estaba, entró por la puerta de la oficina un huracán que pondría su vida patas arriba. Era joven, como de treinta años, y muy guapa. Era la nueva limpiadora que venía para concertar el horario del servicio y él, en cuanto la vio, se dio cuenta de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Fue un flechazo. Su memoria no guardaba registro de un sentimiento parecido, si alguna vez lo había experimentado, el río del tiempo se lo había llevado.

A partir de aquel día vio salir el sol desde la oficina: antes de las siete de la mañana ya estaba sentado en su despacho esperando a la limpiadora. Y los dos solos, una con sus mopas y el otro con sus balances, se  fueron haciendo amigos. Pero un par de horas era poco tiempo para llegar a más, y aquél era un pueblo muy pequeño y no podían verse en ningún sitio sin que saltaran las alarmas de los cotilleos, y si algo tenía claro el hombre era que su mujer no podía enterarse de ninguna manera. Algo tenía que inventar para poder estar con ella. De momento la esposa  estaba conforme con el madrugón, su marido era tan responsable que si el volumen de trabajo lo exigía él no iba a negarse a entrar una hora antes, no era hombre de echarse para atrás a la hora de cumplir.

Extrañamente, no hubo sospechas  cuando se compró una chaqueta negra nueva, al fin y al cabo el traje gris tenía sus años ya; tampoco cuando en primavera cambió la camisa y la corbata por polos de colores llamativos, con su corona de laurel bordada y todo. Incluso fue acogida con agrado la decisión de hacer dieta para soltar unos kilos. Ningún cambio en los hábitos de toda la vida hizo sospechar a la mujer, era tal la confianza que tenía en él que ni se le pasó por la cabeza que algo grande estaba ocurriendo.

Un estado de exaltación permanente se apoderó de él, en su mente no cabía nada que no estuviera relacionado con la muchacha. Fue una temporada extraordinaria que no duró mucho, sin ninguna consideración ella puso fin a la relación cuando le interesó o quiso, y él con el corazón destrozado pero con resignación cristiana se despidió de la felicidad dando por finalizada la etapa más interesante que había de tener en su vida. Para purgar por su culpa y ahogar su pena, se refugió en la fe inquebrantable de su esposa, con sus ritos, sus liturgias y sus caridades, y junto a ella se convirtió en el feligrés más activo de la parroquia, devolviendo la rutina a su vida a base de rezos y catecismos.

Aunque de sus sueños nunca desapareció la muchacha y el recuerdo de sus tardes de amor volvía una y otra vez, agradecía el perdón del confesionario, que por el viejo truco del más sincero arrepentimiento, le había dejado la conciencia limpia, sin asuntos pendientes  para el Juicio Final.

Pero los asuntos de los hombres son más exigentes con las culpas que los de Dios, y él, en aquel tiempo loco de los amores,  había tomado algunas decisiones que le pasarían factura más tarde o más temprano.

No le fue difícil alquilar un apartamento en la ciudad, justo en el extremo opuesto al barrio donde vivían sus hijos. Tampoco tuvo problemas para justificar su  ausencia del pueblo todas las tardes culpando a  los engorrosos cursos de Adaptación a las Nuevas Tecnologías, con los que los martirizaba la Caja periódicamente. Y alguna vez, inmerso en esa dinámica de excusas y coartadas, se le ocurrió la temeridad de completar sus ingresos, que no alcanzaban para tantos gastos, con pequeñas ayudas que sacaba de de algunas cuentas que dormían en el seno de la entidad, cuyos titulares eran personas de edad avanzada que confiaban plenamente en él. No tenía intención de robarles -él era honrado aunque en aquel tiempo estuviera poseído por una fuerza mayor-, su propósito era ir devolviendo el dinero a sus dueños cuando cobrara la productividad o las pagas extraordinarias, no se trataba de mucho dinero, lo devolvería pronto y no tenía porqué enterarse nadie.

El destino, mucho más exigente que los curas, no lo perdonó y, sin previo aviso, le plantó una auditoría interna en la oficina que descubrió el pequeño desfalco sin que él pudiera evitarlo.

            Un miedo imposible de dominar se apoderó de él: no dormía, apenas comía, se sentía enfermo. No sabía a qué le temía más, si al juicio familiar o a las consecuencias a nivel de la empresa. Se lamentaba de su desgracia: ¿Cómo se le había ocurrido cometer aquel disparate?  Él, que se había dedicado toda la vida en cuerpo y alma a aquel trabajo, cuya honradez había sido su santo y seña, que no había faltado ni un solo día a la oficina,  ¿qué iba a hacer si lo despedían? Ahora se lamentaba de haber cometido todas aquellas locuras. No quería renegar de lo que había vivido porque era lo mejor que le  había pasado como hombre, pero qué caro lo iba a pagar. Llegó a pensar en el suicidio, pero también era pecado, y éste era imposible de confesar por razones de tiempo.

Suspendido de empleo y sueldo, pasó los días previos a la visita a la Sede Central meditando sobre todas esas cosas en su casa y rezando en la iglesia, la única persona con la que podía desahogarse era el cura del pueblo, con el que se había confesado cuando lo dejó plantado la muchacha. Entonces y ahora, buscó refugio en la iglesia y en aquel hombre que, obligado por el secreto de confesión, nunca lo iba a delatar. También a él lo eligieron como testigo ajeno a la empresa los instructores del expediente de castigo.

La Junta de Personal, después de reunirse, analizar las pruebas y escuchar a los testigos, emitió el informe correspondiente que pasó al presidente de la entidad, que  tenía la potestad de resolver. Y resolvió.

            Solo en la sala de espera, pedía a Dios que le diera un infarto y así no tener que entrar al despacho del presidente, pero tenía un corazón muy fuerte, que aguantaba la velocidad de los latidos sin fallar. Sin duda su muerte no iba a ser por miedo, porque tenía todo el del mundo y  la muerte salvadora no quería venir en su ayuda.

            Cuando se vio sentado ante aquel tribunal, le pasaron por delante todos los acontecimientos vividos en los dos últimos años, como si fuera una película de Almodóvar: no se reconocía a sí mismo, ni a él le iba haber protagonizado aquella historia de amor loco, ni él era un ladrón, ni él podía encontrarse en aquel momento ante el presidente de la Caja, la Junta de Personal en Pleno,  y los representantes del Comité de Empresa, dispuestos todos ellos a condenarlo a la hoguera de la humillación, para su escarmiento y advertencia al personal.

            Se extrañó cuando lo saludaron todos amablemente y el presidente se dirigió a él por su nombre y le dijo que estuviera tranquilo, que ellos estaban haciendo su trabajo  y no tenían nada contra él. Le pidió que lo escuchara atentamente y le largó un discurso que más parecía una regañera que una sentencia.


Dijo que tanto los compañeros como el sacerdote en su testimonio habían  manifestado que era una persona excelente, sin tacha, querido por todos y con una magnífica reputación entre los clientes. También dijo que  todos los miembros de aquel tribunal estaban seguros de que tenía la intención de  devolver las cantidades sustraídas. Por lo que, como se trataba de cantidades pequeñas, y conociendo su trayectoria como la conocían, habían acordado resolver el expediente con amonestación y sin despido. Se le tramitaría un crédito personal para restituir el dinero a sus propietarios y se zanjaría  el asunto con un castigo consistente en la degradación de la categoría de Director de Oficina, por pérdida de confianza, pasando a ocupar el puesto de  Administrativo con destino en la misma sucursal. 

Y finalmente manifestó la enorme decepción que él mismo y los demás miembros del equipo directivo habían sentido al saber que había quebrantado el principio de honradez que la empresa exigía, siendo totalmente incomprensible para ellos que un hombre de su edad, buen cristiano y con unos hijos ya mayores, hubiera puesto en peligro su futuro y el de su familia por una locura de esa índole.

            Tardó un rato en comprender el significado de la resolución, y, cuando se dio cuenta de que se había salvado, un agradecimiento inmenso se apoderó de él, y sin poderse controlar se lanzó sobre la mesa y cogiendo de las manos al presidente, llorando como un niño le dijo:

            “¡Gracias, gracias, muchas gracias! ¡Es usted un padre!  Quiera Dios que no se le cruce a usted un "chochico" a su medid!"




8 comentarios:

  1. Es lo mejor que le pudo desear, que un coñico a medida es algo muy de gustar a los hombres aburridos. Pobretico. Me ha gustado mucho, Coco.

    ResponderEliminar
  2. Hola Coco, veo que me has enviado este cuento a las 2 de la mañana. Creo que debes escribir siempre a las dos de la mañana porque me parece que te ha salido redondo: atrapa, describe, valora, todo para transmitir una realidad que parece más bien una película de lo bien que nos la cuentas.
    Maite

    ResponderEliminar
  3. Querida Coco, es un relato tan bien escrito que se lee de un tirón. Has creado un microcosmos sobre toda la vida de una familia de clase media, con los conflictos de conciencia del pobre hombre; y, al final, la sorpresa, como en los buenos cuentos. Te felicito.

    ResponderEliminar
  4. Muchas Gracias María,yo lo paso bien escribiendo y me gusta que os divierta.
    Maite, gracias por leerlo, solo eso es un premio para mi.
    Nono, yo también me reía cuando lo escibí.
    Maria Victoria, muchas gracias, tu me animas a escribir más, ya sabes que esto es nuevo para mi.

    ResponderEliminar
  5. Yo que he sido empleado de la Caja, lo certifico: real como la vida misma

    ResponderEliminar
  6. Perfecto, sólo una apostilla "¡Don José, que no se le cruce nunca un chochico a su medida...!"

    ResponderEliminar