martes, 15 de octubre de 2013

UNA LEYENDA PARA EL FRAILE




UNA LEYENDA PARA EL FRAILE
Esta leyenda está dedicada a la memoria de María Victoria Prieto Grandal,que tuvo la gentileza de supervisarla y siguiendo sus consejos la publico.


La mayoría de ellos llegaron a Las Alpujarras acompañando a la Corte o huyendo de Granada tras la rendición, pero el Rey Chico, antes de terminar el segundo año, comprendió que aquel Señorío de las Alpujarras que se le había otorgado era una prisión encubierta, y tras la prematura muerte de su esposa cruzó a tierras africanas y sus súbditos se quedaron poblando la vertiente sur de la Cordillera, la que mira hacia el mar.

Allí continuaron con su vida, practicando sus costumbres, su religión, organizando su agricultura y construyendo sus pueblos y sus casas a su estilo. Así se les había prometido que sería en las Capitulaciones que sus reyes habían firmado al entregar Granada. Pero eso duró poco tiempo pues pronto vinieron órdenes que les obligaban a abrazar otra religión y a cambiar sus hábitos, primero con cautela y después por imposición; les llamaban “moriscos” y para ser ellos mismos y sobrevivir tenían que esconderse y renegar públicamente de sus creencias. Pasaron décadas de humillaciones. Al final, se rebelaron y libraron la última guerra entre moros y cristianos, que también  perdieron. Decretado su exilio, fueron conducidos a otras tierras  de Andalucía y Extremadura donde, aislados y pobres, se esforzaron por sobrevivir, para terminar siendo expulsados definitivamente.

Ha pasado mucho tiempo y ni en las leyendas habitan. Los expulsaron y  se llevaron sus conocimientos y su cultura con ellos.  Sus pueblos, sus alquerías, sus molinos y sus campos fueron ocupados por gentes extrañas que vinieron de tierras lejanas, con otras creencias y otras costumbres. Si algunos se quedaron, tuvieron que sacrificar su propia identidad, abandonando sus principios, sus ritos  y su historia, dejando aquellos territorios sin memoria.

De todos los tiempos y de todos los rincones, han surgido relatos extraordinarios, pero no son muchos los que cuentan historias de moriscos; y los que lo hacen se limitan a  describir los tesoros ocultos que dejaron porque no se los podían llevar a su destierro. Los héroes de esas leyendas son los cristianos que se los encontraban, obteniendo así el  justo premio a su bondad, honradez, humildad o alguno de los valores que debían adornar a las personas según la moral y las costumbres de los vencedores.

Algo supieron del rey que cedió su reino a su hermano, aquél que desafió a la Corte y a su familia, repudiando a la reina para casarse con una bella cristiana, y que  sufrió las derrotas que marcaron  el principio del fin de la España musulmana.

De aquel rey sí se contaban leyendas y romances porque fue rebelde y orgulloso, y porque fue capaz de cambiar un reino amenazado desde dentro y desde fuera por un rincón de paz donde vivir sus últimos días rodeados del amor de la familia que había fundado con su esclava favorita. Si el dolor que causó con sus caprichos y mal gobierno fue culpable de la tragedia de todo un pueblo, eso no ha trascendido. La leyenda transmitida por los descendientes del enemigo vencedor ensalza el lance amoroso, olvidando las verdaderas consecuencias que tuvieron sus desaciertos sobre su pueblo.Decían que al final de su vida, sintiéndose débil y enfermo,  se retiró a su castillo del Valle de Lecrín con su segunda mujer y sus dos hijos. Se contaba que, a pesar de todo,  era tal el dolor que le había producido  ver el desmoronamiento de su reino que hizo prometer a su esposa que en el momento de su muerte sería enterrado en un lugar donde nadie pudiera encontrar su tumba, ni los moros ni los cristianos.

       Cuando murió, cumplió su familia sus deseos, llevándolo en fúnebre expedición a las montañas Sulayr, donde lo enterraron en un lugar desconocido. Y allí quedó para siempre Abu-al-Hassan, el rey moro Mulay Hasan, para lo cristianos Muley Hacén, sirviéndole de mausoleo la montaña más alta de toda la península ibérica.

Monte y rey, rey y monte, se fundieron en un solo cuerpo para toda la eternidad y con un solo nombre se les conoce: Mulhacén.

Muchas leyendas han retratado aquel reino perdido. Cuentan  las historias de los nobles que lo gobernaron, de los soldados que lo defendieron  y de las gentes que lo habitaron, tanto en los tiempos de esplendor como en la decadencia. Muchas han sido también las leyendas que han tenido como escenario aquellas montañas  que lo enmarcan. Las altas cumbres nevadas e inaccesibles para los más prudentes han inspirado cuentos y relatos de hechos extraordinarios, ocurridos en hermosas lagunas y arroyos saltarines, narrados por los pastores y los aventureros que, amparados en la admiración popular, tornaban fenómenos naturales en sucesos inexplicables y maravillosos que, escuchados  por unos y contados por otros, pasaron de padres a hijos superando el paso del tiempo, constituyendo gran parte de la herencia cultural de la región.

Los nuevos habitantes de las Alpujarras debieron de tardar lustros en conocer las altas montañas de Sulayr. No tuvo que ser fácil explorar aquellas cumbres que sólo eran accesibles en verano. Se supone que tal hazaña es atribuible a los pastores que, buscando pastos para sus rebaños, llegaron a lo más alto de las montañas donde en la  primavera tardía  florecen los nutritivos  borreguiles.

Al calor de las chimeneas  en invierno se contarían las aventuras veraniegas de los pastores, y de allí saldrían para difundirse por la comarca descripciones de lagunas, riachuelos y riscos, y así,  poco a poco,  la gente conocería la belleza de aquellas montañas. Aquellos nuevos pobladores, venidos de tierras castellanas, con su fe cristiana grabada a fuego en sus corazones, no sabían, ni querían saber, nada del antiguo pueblo que había vivido allí durante siglos.

Ninguno de ellos hasta entonces había oído hablar de una enorme roca con forma de encapuchado que corona una de los picos que acompañan al Mulhacén en su altura, un poco más pequeño, pero en definitiva un gigante de 3.188 metros sobre el nivel del mar,  cuya figura es visible desde las dos vertientes de la cordillera. Para los habitantes de la región este encapuchado de piedra pasó a ser “El Fraile” o “El Cartujo.” Hasta el día de hoy, que se le conoce como el “Fraile de Capileira” por su proximidad con ese pueblo serrano.

Sea quien sea, lo que sí es cierto es que el picacho de piedra está allí,  en un paraje idóneo para crear una leyenda, y con esa vocación nace esta historia posible para esa roca con forma de encapuchado: un suceso extraordinario que trata de dar una explicación fantástica a la forma singular de un accidente geográfico, creada para contarla con la ilusión de que sea difundida. Confiemos que sea del agrado de  los lectores y se convierta en la Última Leyenda del Reino de Granada.

Porque a pesar de tantas historias, transmitidas por esas leyendas, el tiempo y las circunstancias se olvidaron de una, la más triste de todas, la leyenda que nadie pudo contar porque en Las Alpujarras nadie quedó para hacerlo: la leyenda de aquel rey desgraciado que fue el último rey de Granada, del que sólo se recuerda que su madre lo insultó cuando volvió la mirada para decir adiós a su reino perdido y no pudo contener las lágrimas.  

El rey Abú abd Allah, conocido por los cristianos como  Boabdil y por los suyos apodado “Al Zugaibi”  (“El Desdichado”),  partió junto a su madre y su hijo hacia Berbería en otoño de 1493. Dejaba atrás lo que más había querido en la vida: su esposa, su hijo y  su reino.

        Poco tiempo duró el engaño del Señorío de las Alpujarras que le habían otorgado los reyes cristianos en los acuerdos de la rendición. Pronto supo que solo era una etapa hacia el exilio definitivo. Fallecidos su esposa y su hijo aquel verano,  no puso más resistencia a las órdenes de los reyes: aceptó el precio ofrecido  y abandonó la península  junto a su corte y otros seis mil moriscos, dicen que desde el mismo puerto por el que había entrado Abderramán siete siglos atrás.

Se instaló  en el Norte de África como súbdito del sultán de Fez, con el que colaboró en paz y armonía hasta el día de su muerte, habiendo vivido muchos años  en calidad de príncipe acogido. Cuentan también que nunca volvió a casarse, disfrutó de su inmensa fortuna pero nunca pudo olvidar a su mujer Morayma, ni a su reino perdido.

         Se ignora cómo fue el transcurrir de aquellos años de la vida del rey Chico. Cualquier historia que se cuente habitará en el terreno de lo indemostrable. No se conservan crónicas o relatos contemporáneos a los que atribuir cierta veracidad, por lo que la imaginación queda en libertad para adjudicar las aventuras que se le ocurran.  

Solo se sabe que cuando murió era muy anciano. No hay seguridad sobre la fecha de su muerte, ni tampoco están claras las circunstancias. Para unos fue en 1533 y para otros ocurrió en 1528. Del mismo modo, unos sostienen que murió en paz en su lecho y otros dicen que fue en una batalla, en la que luchaba junto al sultán contra algún enemigo. Que no se haya encontrado una tumba con sus restos hasta el momento, no facilita las cosas para saber la causa y el lugar donde se produjo el fallecimiento. Éstas son las teorías conocidas, ambas sin documentar.
      
       Nadie puede asegurar cuál fue el verdadero final del desgraciado rey, por lo que todas las suposiciones pueden ser válidas. Realmente poco importa el momento y la causa, lo importante es que su destino final fue su reino perdido. Boabdil pudo morir en Fez, sus restos mortales pueden estar enterrados allí, pero su espíritu descansa en España, en las tierras más altas de la península ibérica y cualquiera puede verlo.

No es extraño pensar que  Boabdil quisiera volver a la península para morir en ella y así poder ser enterrado en el cementerio musulmán de Mondújar, donde descansaban los restos de su amada Morayma. Allí estaban también sus antepasados, los reyes de Granada, cuyos restos él había ordenado traer desde la rauda real de la Alhambra, antes de entregar el reino.   

      Él era un hombre noble e inmensamente rico que pudo costear esa  aventura y, contando con la protección del Sultán de Fez, no debió de faltarle  la ayuda necesaria para organizar su último y secreto viaje.

En aquellos años las incursiones de piratas berberiscos y turcos en tierras españolas eran frecuentes; robaban y secuestraban todo lo que encontraban a su paso, a los pobres los vendían como esclavos y a los ricos los usaban como rehenes hasta que sus familias pagaban, o servían de moneda de cambio para la  liberación de compañeros apresados anteriormente en tierras españolas. Para llevar a cabo estas negociaciones los nobles o las familias ricas recurrían a los frailes de las órdenes mendicantes, por lo que era normal ver por las poblaciones costeras grupos de monjes que viajaban en caravana, acompañados de guardias fuertemente armados que cuidaban de la mercancía humana, o del oro que transportaban para pagar los rescates.
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Protegido por una de esas expediciones, entró por el puerto de Adra y se introdujo en las Alpujarras el que fue su Señor, y antes rey de Granada.Recorrió de nuevo el camino de la ladera interior de la Sierra de la Contraviesa, el mismo por el que trasladó los restos de Morayma desde Laújar de Andarax aquel lejano año de 1493. Volvía para rezar ante su tumba y no la encontró, nada era ya como él lo dejó. No había ni rastro de la mezquita ni del cementerio real de Mondújar, en el que estaba enterrada junto a  los últimos reyes nazaríes.

La mezquita se había transformado en  una iglesia cristiana con su campanario y todo. Lo más doloroso fue que las reformas se hicieron con cargo a la enorme fortuna que los reyes de la Alpujarra habían dejado para que se rezara por el alma de la reina: la mitad de la herencia para que el alfaquí rezara ante su tumba dos veces por semana, y un inmenso capital,  que el mismo rey había donado a los ulemas, para igual fin. Incautados los bienes a los ulemas, aún andaban pleiteando la iglesia y los herederos de un noble granadino por el resto de la herencia. Mientras, el obispado se había ocupado de gastar parte de la fortuna en convertir la mezquita en iglesia y en construir una torre con campanario en el lugar donde había estado el cementerio musulmán, desapareciendo en las obras las tumbas y sin que nadie pudiera  dar razón del paradero de los restos de la familia real que en él se encontraban.

A lo largo de aquellos años Boabdil había tenido noticias del trato recibido por  su pueblo: eran muchos los que habían ido llegando a tierras del Norte de África, huyendo o expulsados, y, aunque conocía la crueldad con la que habían sido tratados, le dolió especialmente que se hubiera atentado de esa forma contra su dignidad , profanando  hasta las tumbas de los reyes y dejando perder para siempre sus restos.

Asumió una nueva derrota y volvió a llorar, una vez más, por su esposa y por su pueblo, iniciando su viaje de vuelta con la amargura instalada en su corazón, que lo único que deseaba era dejar de latir. Cualquiera que conociera su vida podía dar fe de que, verdaderamente, se habían cumplido los augurios que los astrólogos vaticinaron, no se habían equivocado lo más mínimo: “vivió mucho para padecer mucho” aquel emir de Granada, Muhammad XI, llamado “El Chico” por los castellanos y “Al-Zugaibí”, “El Desdichado”, por los musulmanes.

El final de verano llega pronto a la sierra. Los pastores saben que en los últimos días de agosto un día puede amanecer claro y caluroso y en pocos minutos desencadenarse la más dura de las tormentas. Aquella mañana los pastores vieron una nube solitaria  con forma de pan de azúcar sobre los picos y se apresuraron a reunir el ganado que pacía junto a las lagunas para alejarse lo más posible de las alturas. Esas nubes no anuncian nada bueno. En pocos minutos el cielo se puso gris y apenas si les dio tiempo a llegar a los rediles, fabricados con piedras a media ladera,  para resguardar al ganado y a ellos mismos de los lobos y de  las tormentas.

Antes del mediodía la oscuridad cubrió la sierra como si se hubiera hecho de noche. El primer relámpago iluminó de rojo todo el cielo y después cayó un rayo que hizo crujir la tierra como si  fuera un barco de madera que se hubiera partido de proa a popa. Siguieron cayendo más rayos por todas partes, las montañas ennegrecieron bajo las nubes, que cada vez se acercaban más. La lluvia se convirtió en un granizo que pegaba con fuerza empujado por un viento que se llevaba por delante hasta las piedras. Los pastores se tumbaron en el suelo y se cubrieron con sus gruesas mantas de lana, las nubes los envolvieron como si el cielo se hubiera pegado a la tierra.

Los animales están acostumbrados a las tormentas: las ovejas se acercan unas  a otras, su lana las aísla del frío y no es buena conductora de la electricidad; los perros se resguardan como pueden, no es que les guste pero tampoco se asustan, y las mulas aguantan cualquier cosa. Pero de pronto una fuerza incontrolable agitó la tierra: los perros aullaban,  las ovejas balaban nerviosas, las mulas daban coces tratando de escapar de sus ataduras sin conseguirlo. Un ruido sobrenatural, más fuerte que el de los truenos, un rugido  enorme que surgió desde el fondo de la tierra, hizo temblar de tal manera el suelo que  dejó de sujetar los cuerpos. Como si fuera una ola del mar, se movió la sierra, un latigazo enorme levantó las piedras e hizo rodar animales y hombres de un lado para otro.

Tormenta y terremoto, dos fenómenos brutales al mismo tiempo. Cuando callaron los ruidos y cesaron los temblores, los animales corrían despavoridos por las laderas  sin rumbo fijo. Los pastores magullados huían también, con miedo pero tratando de recuperar el mayor número de ovejas, confiaban que los perros y las mulas encontraran solos el camino de vuelta.

Lo mismo que vino se fue la tormenta; así son  las cosas en la sierra. Los rayos del sol poniente se estrellaban en las montañas, que brillaban teñidas de rojo.

Los pastores, en su frenético descenso, miraban a un lado y a otro tratando de localizar a las ovejas. El primero que lo vio sintió que la sangre se le  helaba dentro del  cuerpo. Intentaba avisar  a los demás y no le salían las palabras. Pero aquello era  tan grande que los demás no tardaron en verlo también: ¡uno de los crestones de los tajos cercanos al pico del Veleta había cambiado de forma, se había elevado por encima de los demás y se había transformado en un enorme encapuchado de piedra!

Aquel mismo día, en el preciso instante en que la tierra temblaba en las montañas de Sulayr, al otro lado del mar, en la ciudad de Fez,  en el interior del reino de Marruecos, moría el que fue el último rey nazarí de  Granada.

Su espíritu, libre al fin, fundido con el de su amada esposa, se integró en una de las  crestas más altas  de la cordillera, a la que le dio su aspecto.

En el paraje conocido como Los Tajos del Nevero está el Cartujo, en el cascajar al que le da nombre. De pie, dominándolo todo. Por la derecha, la Alpujarra con la Sierra de Gádor al fondo, y entre los dos el Mediterráneo. Por la izquierda, Granada y su Vega rodeada por las sierras de La Alfaguara, Parapanda, Loja, Alhama, Tejeda y Almijara. Delante de él se elevan los picos del Veleta, el  Mulhacén y la Alcazaba, y al final el Picón de Jérez, que defiende el Puerto de la Ragua. Por debajo de ellos y abriéndose por todo el territorio están  las sierras menores de Cazorla, Segura y las Villas y Baza, y allá a lo lejos la Sierra de la Sagra, la más alta de todas ellas. El pico del Caballo guarda la espalda del Encapuchado, elevándose sobre  los valles de Lecrín y Guadalfeo, cercados por la sierras de Lújar, Cázulas y la Contraviesa, que vigilan el mar.

         El reino de Granada al completo se extiende a sus pies y él desde allí arriba lo contempla.