jueves, 27 de junio de 2013

EL PARRAL DEL COLORIN





EL PARRAL DEL COLORÍN



Hacía años que El Colorín le vendió el parral a su vecino. Llegaron a un acuerdo: él necesitaba dinero para afrontar su vejez y el vecino quería ampliar su finca para cuando sus hijos fueran mayores.

         Negocio razonable planteado así, pero el trato fue mucho más explícito:

         -Mire usted, tengo más de setenta años y una pensión muy escasa. Como soy viudo y no tengo hijos, si quiero que alguien me cuide voy a tener que pagarlo; además, quiero darme algunos caprichos y disfrutar un poco de la vida. El problema es que  yo no quiero perder mi parral, se lo vendo muy barato pero con la condición de seguir usándolo yo mientras viva.

         Puso un precio mejor que razonable: lo que para él solamente era un parral, para el vecino era la ampliación de su finca que en el futuro sería parcela urbana. Llegaron a un acuerdo y, satisfechos los dos, se llevó a cabo la venta con las condiciones que el labrador imponía: para el vecino la nuda propiedad, para el labrador el derecho real de  usufructo,  quedando todo bien registrado.


         Las dos fincas estaban en una ladera, justo donde el monte dejaba de serlo, para convertirse en vega. En la parte más alta estaba  el parral, una gran franja de terreno que además de las parras tenía algunos árboles frutales y una pequeña huerta; abajo quedaba la casa del vecino con su gran jardín y su piscina.

         Desde allí los vecinos  veían al hombre trabajar en su campo todos los días del año. Prácticamente vivía allí, a su casa del pueblo solo iba a dormir en invierno: no le tenía mucho aprecio a esa casa que su esposa heredó de sus padres y que sería para sus sobrinos cuando él falleciera. La choza que tenía en el parral para los aperos, a simple vista, no reunía muy buenas condiciones de habitabilidad, con su tejado de uralita y las paredes sin encalar, casi una ruina, pero al hombre  le gustaba dormir en el campo, solo las tormentas y las heladas lo hacía volver al pueblo, el resto del tiempo allí se quedaba.

         Tuvieron una buena relación los dos vecinos. El labrador solía llevar a los de abajo grandes cestos de los mejores frutos de sus árboles, presumía de hacer la recolecta en el momento óptimo de maduración. Los albaricoques eran los mejores de toda la vega y bien orgulloso que estaba de ellos. Por su parte, el vecino le ayudaba en todo lo relacionado con los “papeles”, para él lo asuntos oficiales eran una amenaza inquietante de la que no sabía defenderse y se sentía tranquilo con la protección de su vecino. Con esa buena y respetuosa vecindad convivieron bastantes años, los que vivió el labrador.

         Un día de invierno las campanas de la iglesia del pueblo avisaron a sus paisanos que El Colorín había muerto. Sus vecinos y algunos parientes le dijeron adiós con respeto según la costumbre y le dieron sepultura.

         Dejó pasar el vecino un tiempo prudente y, tras las gestiones legales pertinentes, tomó posesión del que era su parral.  Para unirlo a su finca contrató  una cuadrilla de confianza para  la ejecución de las reformas, a   la que  dejó claro los resultados que le interesaban: eliminación del parral, respetando los árboles frutales y demolición de la caseta.

A primera hora de la mañana, del primer día de las obras, el maestro se presentó en la casa del dueño del parral reclamando su presencia para ver algo que habían encontrado. Según la cara de circunstancias que traía el hombre, lo menos que se esperaba el dueño era encontrar el cuerpo de  un paisano enterrado desde Dios sabe cuándo, o cualquier resto fosilizado de algo que vivió hace  hace millones de años y que lo único que iban a hacer ahora era entorpecer  y echarle a perder los proyectos que tenía para el terreno. Le temblaban las piernas de pensar lo que se le podía venir encima, ya veía una invasión de arqueólogos, policías, periodistas y  autoridades enredando por la  parcela.

En ningún momento se le ocurrió pensar que podía ser cosa de El Colorín, al que él siempre había considerado un hombre cabal, serio y prudente  y un trabajador incansable, como prueba el hecho de que estuvo trabajando  en aquel parral hasta el último día de su vida.

En la puerta de la cabaña estaban los otros dos albañiles que componían la cuadrilla del maestro. Algo los divertía mucho porque hacían comentarios y se reían a carcajadas. Aquellas risas, lejos de tranquilizarlo, le despertaron la curiosidad más todavía: ¿qué había dentro de la caseta que tanto les divertía? El maestro, al llegar, riéndose también, empujó la puerta, que se abrió totalmente, y con la mano señaló hacia el interior.

El hombre no podía creer lo que estaba viendo: donde debía de haber un cuarto de aperos rústico, había una alcoba de casa de muñecas con su cama en el centro vestida de raso brillante en  color rosa, adornada con una colección de cojines con forma de corazón de distintos tonos morados. Un par de lamparitas daban luz indirecta, y una alfombra de peluche rojo ocultaba prácticamente la totalidad del suelo de cemento basto. Las paredes de bloques de hormigón sin enlucir estaban cubiertas de almanaques con fotos  de mujeres con poca ropa, tan hermosas como anticuadas. Quién iba a decir que aquel hombre de campo, bajito y viejo, tenía en el parral  un nido de amor encubierto, con todo lujo de detalles.

Los vecinos veían a veces algunas mujeres por allí, pero daban por hecho que se trataba de familiares que venían a ayudarle. Por la edad que tenía el hombre a nadie se le hubiera ocurrido atribuirle otras intenciones.

Con todo el dolor de su alma el hombre ordenó desmantelar el nido de amor de su vecino. Tuvo que superar un cierto sentimiento de culpa por lo que él consideró que era una falta de respeto a la memoria de su fogoso vecino.

Nuevas sorpresas aguardaban aún al dueño del parral: el legado de El Colorín tenía más problemas de lo que se esperaba. El concepto de vecino intachable que se había labrado a lo largo de los años estaba a punto de volverse del revés. En unos cuantos días se habían de producir ciertos acontecimientos que dirían más de su vida y costumbres que lo que dejó ver en su andar por el mundo. Cuando su tiempo se acabó fue cuando se conoció de verdad a aquel gitano fino y  bajito, trabajador y honrado, que fue un galán en su juventud y también en su vejez.

Después de los descubrimientos el dueño ya no abandonó el parral; se quedaba allí mirando cómo trabajaban los hombres, incluso, si hacía falta, echaba una mano. Quería estar cerca si se producían nuevos “hallazgos”. Pero esta vez las sorpresas no estaban dentro del parral, aunque sí estaban relacionadas directamente con él.

         Lo que nunca hubiera imaginado es que aquella mujer madura, fuerte y bien plantada, que se presentó en el parral una mañana, llevara  en sus manos otro sobresalto proporcionado por El  Colorín.

La señora preguntó por la persona responsable de aquellas obras y el dueño se presentó como tal.

-¿Quién le ha dado a usted permiso para entrar en mi parral y tirar la caseta?

-Perdón, señora, este parral no es suyo.

-Este parral es la herencia que me ha dejado a mí El Colorín y aquí está el testamento.

De poco sirvieron las explicaciones del hombre sobre la propiedad de aquella parcela, ella no estaba dispuesta a creerlo en absoluto, se fue de allí dispuesta a hacer caer todo el peso de la ley sobre el intruso.


A los pocos días recibió la visita del abogado de la mujer al que le tuvo que mostrar las escrituras de compraventa y la Nota Simple del Registro de la Propiedad que  había tenido la prudencia de obtener tras la visita de la señora.

El abogado, por su parte, explicó que el documento que tenía la mujer era un testamento ológrafo emitido, por supuesto, muchos años después de haber vendido el parral. En él, El Colorín la nombraba heredera de sus bienes, consistentes en un parral que no tenía y una casa que no era suya. Ambos habían llegado a un acuerdo, él la nombraba heredera de sus bienes  y ella a cambio le otorgaba sus favores sexuales mientras los necesitara.


La señora por fin se enteró de que había sido estafada,  aunque solamente en la parte económica, porque  según la maliciosa lengua del abogado, a pesar del engaño, la cara de la mujer se iluminaba con una sonrisa nostálgica cada vez que se hablaba de El Colorín.