viernes, 12 de octubre de 2012

EL GALLEGO








EL GALLEGO


         Corrían buenos tiempos para ellos, se habían esforzado en arreglar el país a tiro limpio, y ya hacía tiempo que lo habían reconstruido a su gusto, o sea,  lo que para ellos era “como  Dios manda”. Llevaban veinticinco años celebrando la victoria, habían cambiado destinos  militares por destinos civiles y, a través de ministerios, direcciones generales, secretarías técnicas y todos los cargos de responsabilidad habidos y por haber, lo habían conseguido, al menos,  eso creían ellos.

         Por aquellos días, el señorito cordobés, de apellidos compuestos y rimbombantes, entre los que no faltaba la palabra “alba”, tenía abandonados sus negocios familiares para atender una dirección general de un organismo del Ministerio de Trabajo, cuya titularidad ostentaba un antiguo compañero de armas y correrías, tan andaluz como él.

         Sus tierras ocupaban la mitad de la comarca; en ellas se cultivaba el algodón que después se procesaba en su fábrica, donde las desmotadoras preparaban la cosecha para el total aprovechamiento de las plantas.  Rara era la familia de la zona que no dependía del trabajo que proporcionaban  los negocios del señorito, pero éste, sin el más mínimo reparo, había decido desmantelar la fábrica y dedicar las fincas a otros cultivos que no exigieran demasiada dedicación. Sus intereses, de momento, estaban más cerca de los brillos del Gobierno que de los campos de Andalucía.

         Las protestas por el cierre de la fábrica le dieron algunos dolores de cabeza, los trabajadores más rebeldes alborotaron lo que pudieron. Llegaron a ser noticia en el periódico de la provincia por las  intervenciones de la guardia civil, cosa rara en aquellos años. No llegó la sangre al río, eran tiempos de temor y pronto los trabajadores asumieron lo inevitable. Los que habían plantado cara fueron despedidos sin piedad y los que desde el principio habían colaborado fueron premiados para escarmiento de los alborotadores. Así se las gastaban los caballeros. 

         Y el premio fue una colocación en el organismo público que dirigía el señorito. Así de fácil: unos cuantos obreros que apenas sabían leer y escribir ingresaron como ordenanzas en las distintas oficinas  de la entidad. Entre ellos se encontraba nuestro protagonista. Por la vía de la traición a los suyos llegó a la función pública, y su suerte cambió para siempre, pero también pagó su precio, fueron muchas las ocasiones en las que lo desbordó la evidencia pero, eso sí, tuvo un sueldo para toda la vida.

         En un principio recibió la noticia de que había sido destinado a la Dirección Provincial del Ministerio de Trabajo de La Coruña con mucha alegría, primero se trasladaría solo y más tarde regresaría para casarse con su novia y la llevaría con él. No obstante, conforme se acercaba el día de la partida, se iba poniendo más y más nervioso,  sus vecinos, con buena o con mala intención, le regalaban múltiples advertencias, pero lo que le puso al borde de renunciar a todo fue el enterarse de que en Galicia se hablaba de otra forma: para él eso era lo más preocupante: si apenas dominaba el castellano, ¿cómo iba a entender otro idioma?

         A pesar del miedo que tenía el muchacho el viaje estaba siendo más fácil de lo que él se imaginaba, al menos la primera fase. Aquello de atravesar media España en un tren y la otra media en otro no le gustaba demasiado. Satisfecho, una vez culminado con éxito el preocupante  proceso de cambio de estación, se instaló  aliviado en su asiento del vagón de segunda clase del Expreso de La Coruña, dispuesto a descansar hasta por la mañana. No fue posible: su tranquilidad se volvió zozobra cuando la noche le sentó la evidencia en los asientos de enfrente. Cuando estaba a punto de cerrar los ojos para dormirse entró  en el vagón una pareja que, sonriendo amablemente, a modo de “buenas noches”, emitió un extraño sonido más parecido a la tos que a las palabras. El pánico se apoderó de él: ¡eso era el gallego!  ¿Cómo se las iba a arreglar en el trabajo? ¿Qué clase de ordenanza es aquel que no entiende  las órdenes?

         Los viajeros eran gente amable, que a lo largo de la noche, a base de gestos, consiguieron ganarse su confianza, mientras  él trataba de aprender algo de aquel lenguaje extraño para presentarse al día siguiente en su nuevo trabajo. Algo era algo, aunque sabía que, para ser ordenanza de un organismo público, lo que aprendiera esa noche no sería suficiente.

         Por la mañana, estaban enterados de la vida y milagros del muchacho y, por supuesto, de la finalidad de su viaje a Galicia.  Al despedirse, le dieron una tarjeta de visita para que los visitara y en el dorso le escribieron la dirección de una pensión cercana a la estación y por señas le explicaron cómo llegar. Y allá que fue, sorprendido de lo fácil que le había resultado encontrar alojamiento, sin preocuparse de leer la tarjeta. Si lo hubiera hecho, no se habría dirigido a la recepcionista de la pensión, con las manos juntas bajo la cara, cerrando los ojos para indicar que quería una habitación para dormir. Si hubiera leído la tarjeta, se habría dado cuenta de que debajo del nombre del viajero amable, estaba escrita la frase: “Secretario de la Federación Gallega de Personas Sordomudas”.

        Tuvo que ser la voz suave y cantarina de la recepcionista la que, con un "¡Bos días rapaciño!", le hiciera comprender que el mundo era maravilloso y que él era un hombre con mucha suerte..