martes, 19 de junio de 2012

CUENTOS DE LA PERRA GORDA






        En primer lugar debo explicar el título de  estos cuentos, en los que quiero contar sucesos vividos por mí o por algunos compañeros, en el desarrollo de nuestro oficio de funcionarios de la Seguridad Social española.
        La sede provincial de Granada del organismo encargado de la gestión de la Seguridad Social, está en un soberbio edificio modernista, en pleno centro de la capital de la provincia, que ya desde su inauguración a final de los años 20 del siglo pasado, se ha conocido como la Casa  de la Perra Gorda, nombre que deriva de la denominación que la gente dio a los primitivos sistemas de protección social obligatorios, en los que  por medio del abono de una perra gorda diaria (10 céntimos de peseta) por parte del empresario, se garantizaba una pensión de vejez a los trabajadores al cumplir los sesenta y cinco años, que ascendía a la cantidad de 365 pesetas anuales, una peseta al día que, aunque modesta, en aquellos tiempos inseguros, era un escudo contra el hambre nada desdeñable.
        A pesar de que  algún directivo despistado, procedente de otras regiones  de carácter más serio y formal, pretendió borrar esa denominación por considerarla anticuada e indigna, con resultado de fracaso absoluto en el intento, la Casa de la Perra Gorda no ha perdido su glorioso nombre, así se la conoce y así se conocerá mientras siga en pie y cumpliendo sus objetivos, si se le permite, que esa es otra cuestión.
        Es la Perra Gorda el lugar donde hemos trabajado los funcionarios de la Seguridad Social y donde han ocurrido estos hechos que voy a contar a los que, en consecuencia, he llamado "Cuentos de la Perra Gorda".





LOS PEREJILOS


LOS PEREJILOS



        En el patio de operaciones no cabía ni una persona. Desde primera hora de la mañana habían ido llegando con su carta en la mano, ellos suelen acudir temprano a arreglar sus asuntos, les sobra tiempo y una carta de la Seguridad Social, invitándolos a presentarse personalmente, es motivo de zozobra y preocupación, así es que cuanto antes se cumpla, mejor.
        La idea de perder la pensión les ronda por la cabeza y algunos ni duermen esa noche, de nada sirve que el plazo sea de treinta días, y de nada sirve que la carta esté escrita en términos amables y sin amenazas de ningún tipo, más bien como una súplica “Rogamos que se presente provisto de su documento de identidad, a efectos de realizar un control de vivencia”, palabras extrañas que para la mayoría de ellos suenan a peligro inminente.  Por eso a media mañana el patio se quedó chico y la cola salía a la calle y daba la vuelta a la esquina. 
        Los funcionarios que atendían al público aceleraban el trámite, comprobaban el documento y señalaban con una “P”, de presentado, el nombre que aparecía en el listado, trabajo fácil y rápido, que apenas duraba un par de minutos. No obstante,la gente se agolpaba en la cola con su carta en la mano y haciendo comentarios entre ellos: que qué querrán ahora, qué nos irán a decir, a ver si es para quitarnos la paga. El murmullo no cesaba, pero era solo eso: un murmullo, un ruido de fondo conocido e inofensivo muy habitual en aquel lugar.
        De repente el murmullo se convirtió en gritos y ruido de golpes. Se formó un remolino cerca de la puerta que separa el patio de la entrada del edificio, en el centro de la trifulca y repartiendo guantazos a derecha e izquierda estaban Los Perejilos, con sus cuerpos grandotes y pesados, insultando, gritando y pegando a todo el que se les acercaba.
        Esta singular pareja la formaban una madre y un hijo. No tendría el muchacho, por aquel tiempo, más de dieciocho años, la madre ni se sabe. Quizás, si se hubiera criado en un entorno fácil, el hijo se habría convertido en hombre normal, al menos, tan normal como otros muchos, que han vivido vidas insignificantes, pero al fin y al cabo,  vidas normales. Pero El Perejilo, no tuvo esa suerte, la normalidad nunca se hizo hueco en su casa, ni para él, ni para su familia, que se reducía a su madre, su madre y nada más que su madre. El origen de todos sus males, la autora de su vida había sido también la autora de su destrucción.
        No se conoce cuáles fueron los principios de aquella mujer; ni de dónde venía, ni qué camino había recorrido. Había aparecido por las calles de la ciudad sucia y harapienta, con su cuerpo inflamado por la enfermedad y el alcohol, arrastrando a su hijo, tan harapiento y tan alcoholizado como ella, desde los inocentes tiempos de la primera infancia. No era gente tranquila, no. Cualquier cosa les irritaba, daban gritos y empujones a todo el que se les cruzaba, organizaban trifulcas sin razón alguna, por donde pasaban había escándalos, no pasaban desapercibidos nunca. Conforme el hijo se hacía mayor, la cosa se agravaba, porque a los insultos y los gritos de la madre se unían los guantazos del hijo, que luchaba hasta con su propia madre, con la que de vez en cuando, a falta de contrincantes válidos, formaba espectaculares peleas, en las que recibían y propinaban los guantazos, a partes iguales, el uno y la otra.
        Una vez que se ha hecho un retrato aproximado de los dos protagonistas de esta historia, se va haciendo necesario acudir al patio de operaciones de la Casa de la Perra Gorda, donde los hemos dejado repartiendo leña, no vaya a ser que las cosas pasen a mayores.
        Tratando de apaciguar los ánimos, los funcionarios consiguieron separar a la pareja, dejando al hijo en la cola y convenciendo, con mucho tacto, a la madre  para que se sentara en una silla aparte, así se le haría más fácil la espera, finalizando de esa manera la algarabía que se había formado. Fue necesario pedir perdón  al resto del público que, lógicamente, estaba alborotado porque se habían colado, la verdad es que fueron comprensivos, porque ya habían comprobado que ninguno de los dos  tenía sus facultades en condiciones, y lo verdaderamente conveniente era que se fueran cuanto antes.
        Durante un rato la dinámica de la cola siguió su curso natural, con eficacia el funcionario comprobaba en su listado el nombre del pensionista, miraba la documentación que lo identificaba y le ponía la correspondiente señal y pasaba el siguiente, todo transcurría en paz;  el muchacho avanzaba, paso a paso, con la carta de la madre en la mano, mientras la mujer, sentada en su silla,  se había tranquilizado tanto que parecía que estaba dormida, cosa natural después de tanto jaleo y tanto aguardiente.
        Cuando llegó su turno se dirigió desafiante al funcionario con la carta en la mano diciendo:

-¿Qué quiere decir esto?

El hombre contestó como pudo:

-Se ha citado a su madre para comprobar si está aún viva.

        Y en aquel momento se volvió hacia donde estaba su madre y  se produjo un diálogo a voces tan disparatado, que se quedó para siempre en la memoria de los presentes.


-¡Maaama!

-¡Quééé!

-¡Que si estás viva o que si estás muerta!

-¡Vaya pregunta!¡Estoy viva! ¿Como iba a venir si estuviera muerta? ¡Vamonos que yo me cago ! ¿ no te cagas tú ?

-¡Yo me meo!

        Y sin esperar más explicaciones tiró la carta sobre el mostrador, miró al público como si hubiera ganado la batalla de la inteligencia, se giró hacia donde estaba su madre y con un gesto de la mano le indicó la dirección a la puerta y por ella salieron los dos riéndose a carcajadas para perderse por las calles, donde continuaría su rutina de peleas y alcohol, mientras sus cuerpos aguantaran.
        Y aguantaron, pero no mucho tiempo más, algún día se empezó a ver al hijo solo, merodeando por los sitios habituales y con la misma borrachera, pero solo. Durante un tiempo paseó tranquilo por la ciudad, aunque  poco a poco fue recobrando su talante y aún anda por ahí detrás de cualquier follón que se monte, ya sea  procesión, manifestación o lo que sea. Pero ahora está mucho más pacífico, sin duda la influencia materna nunca  le hizo mucho  bien.