miércoles, 18 de julio de 2012

¡AHÍ OS QUEDÁIS!



¡AHÍ OS QUEDÁIS!         

 Con ocasión de los distintos planes de promoción interna, la Administración convocaba oposiciones de turno restringido para los funcionarios que reunieran los requisitos de titulación, antigüedad y pertenencia a los distintos cuerpos inferiores.

 El primer ejercicio de la oposición consistía en una batería de preguntas sobre un temario, y el segundo, al que solo se accedía si se aprobaba el primero, se basaba en la resolución de un par de casos prácticos.  Para la preparación de este segundo ejercicio se organizaban clases o cursillos, siendo los profesores otros compañeros especialistas en las distintas materias. No era cosa muy formal: las clases se impartían en el mismo lugar de trabajo, un par de tardes a la semana.

      Y allí estaban los dos jóvenes funcionarios-estudiantes atendiendo al compañero-profesor que, con paciencia y amabilidad, planteaba  supuestos prácticos, exponía posibilidades, preguntaba las soluciones, explicaba y aclaraba las dudas que surgían y, finalmente, resolvía el caso con todos los requisitos, como si de un expediente real se tratara. Todo esto se desarrollaba en un ambiente de compañerismo con las bromas y los comentarios propios  de la edad de unos y del carácter del otro. Alegría y sabiduría, que concluían en aprendizaje seguro.

    En las otras mesas trabajaban los demás compañeros; aunque se procuraba hablar bajito para no molestarlos, algunas veces se escapaban las palabras y llegaban a sus oídos, y si sabían del tema en cuestión, intervenían y daban sus opiniones, o aprovechaban lo que  oían para aprender también, siempre que la rutina de su trabajo no se resintiera.

        Tan solo desde una mesa no se recibían aportaciones, ni preguntas, ni nada. Era la mesa del personaje más torpe que se puede encontrar en un trabajo de oficina, no se sabe cómo llegó hasta allí, puede ser que tuviera memoria fotográfica compatible con la ausencia de inteligencia, y que se aprendiera algún temario de memoria, o que procediera de determinados colectivos que tiempos atrás se reciclaban, incorporándolos a la Administración, cuando sus cuerpos de pertenencia desaparecían o por su edad no podían seguir en sus destinos, siendo jóvenes todavía para la jubilación reglamentaria. Este era el caso de algunos policías viejos y guardias civiles que ejercían allí sus destinos civiles.

        El hombre era muy torpe y lo más curioso es que lo sabía. Tenía un complejo tremendo y desconfiaba de todo y de todos. No era el único que andaba por allí con pocas luces, pero si estaba solo ejerciendo de tonto de remate, mientras los otros disimulaban por sus otras cualidades, simpatía, amabilidad, prudencia. Pero él no, él, por su carácter antipático se hacía notar más que nadie.

        Volvamos a las clases, que es en lo que estamos. Aquella tarde se estaba tratando un tema de Convenios Internacionales. El maestro expuso un caso de un hombre que había trabajado en Alemania, en España y en Francia, totalizando los periodos de trabajo en todos los países reunía el requisito de cotización exigido para obtener la pensión, pero no tenía suficiente tiempo en ninguno de los tres países por separado para alcanzar el mínimo necesario para una pensión, según las legislaciones nacionales. Se reproduce aquí el dialogo entre profesor y alumnos:

        -Profesor: ¿Cómo se resolvería este expediente?

        -Alumno: Pues en régimen de “Prorrata-témporis”

        Esa fue la última frase que pudo pronunciar el muchacho aquella tarde, porque, conforme la pronunciaba, cometió el error de mirar al funcionario torpe de la mesa de al lado, quién, sin saber cómo ni por qué, le lanzó una grapadora a la cabeza, abriéndole una brecha en la frente que lo dejó allí en el suelo con la sangre cubriéndole la cara.   
   
        Son muchas las comparaciones que se hacen para definir la magnitud de la décima de segundo, pero pocas son tan reales como ésta: contar el tiempo transcurrido desde que el muchacho pronunció la terrible composición de palabras, hasta que la grapadora le aterrizó en la cabeza después de un vuelo en curva por la oficina, la define tan bien que  debían de utilizarla en los libros de texto para jóvenes.   

        Lógicamente, cuando lo llamó el director, el  hombre estaba compungido y arrepentido, más bien asustado.  Y ante la exigencia  de una explicación convincente sobre los motivos que lo habían llevado a reaccionar de una forma tan violenta, el infeliz se excusó diciendo:

        -Es que se ríen de mí, se inventan palabras para ridiculizarme.

        Ante una explicación tan impropia, que  no solo demostraba que no tenía fundamento alguno, sino que también dejaba al descubierto su ignorancia en materias tan corrientes para su trabajo, el director no pudo reprimir la risa, corriendo el riesgo de ser descalabrado como el otro. Pero no ocurrió eso, porque si  algo sabía el hombre era que los jefes son intocables. Al final todo quedó en una  anécdota, gracias a esa risa y  a la buena voluntad del alumno agredido, que no quiso echar más leña al fuego: él sabría con qué cara había mirado al tonto, mientras pronunciaba la fatídica  frase: “En régimen de prorrata-témporis”.

        Su trayectoria laboral continuó poco tiempo más, pronto llegó el día de su jubilación. Los compañeros que se encargaban de organizar la comida homenaje que se hace en esas ocasiones, no las tenían todas consigo, pensaban que no iba a ir nadie, como ha pasado alguna que otra vez, por lo antipático e insociable del jubilando. Como es de suponer era de esos que nunca habían participado en homenajes ni en regalos para nadie. Pero, aunque por méritos propios no se había hecho acreedor de tal cosa, sí que se apuntó mucha gente, unos por curiosidad, a ver qué decía en el  acostumbrado discurso de agradecimiento un hombre que casi nunca hablaba con nadie.  Y  otros porque no se perdían ninguna, pero todos iban con cuerpo de hartarse de reír, tratándose  de semejante personaje algo memorable se  esperaban.

        Efectivamente, algo pasó. Después del discurso de despedida que pronunció el director agradeciendo sus servicios y brindándole el apoyo de todo el colectivo para el futuro, vinieron los regalos y los brindis y, por fin, le llegó su turno. Con una determinación desconocida en él, cogió el micrófono con una mano, mientras que levantaba la otra saludando,  se dirigió a los presentes y con potente voz dijo:

        -¡Ahí os quedáis Mierdas Secas!

Salió por la puerta y no se le volvió a ver.