LAS HERMANAS
A mis hermanos Joaquín, Pepe, Julia y Juan
Pido perdón a los lectores porque esta historia me ha salido muy larga
Muy a su pesar las dos
hermanas vivían juntas, pero así es como han sido las cosas toda la vida: las
hermanas solteras han de mantener el núcleo familiar de los padres porque
eso es lo que Dios manda. ¡Buenas eran ellas para hacer algo que contraviniera
el orden natural de las cosas!
Su
vida estaba marcada por el hecho de no haberse casado, era un estigma
insuperable, ellas no eran como las demás mujeres: no, ellas eran “solteronas”,
con todas las consecuencias que esa palabra tenía en el mundo provinciano y
decimonónico en el que vivían y que no tenía ninguna intención de cambiar,
aunque el siglo veinte hubiera superado ya su primera mitad.
Ninguna de las dos eligió su
trayectoria. La vida les negó el beneficio de la independencia y siguieron en
la casa familiar atendiendo a su madre hasta el final, para alivio de los demás
hermanos.
Totalmente diferentes, eran el ejemplo
puro del antagonismo: si se pretendía hacer dos personas sin nada en común no habría podido salir mejor. No se parecían en nada ni por dentro ni por fuera y,
sin embargo, tuvieron que compartir el mismo destino.
La mayor, aunque tenía poco que
agradecer a la naturaleza, tuvo su oportunidad en forma de novio terrateniente
cuando ya rondaba la treintena. Era un hombre idóneo para ella, el que la
hubiera llevado de reina de la parroquia a un pueblo serrano donde, entre
matanzas y dulces de Semana Santa, hubiera cumplido sus sueños cortijeros. Pero
una fatal asociación de la naturaleza cruel y el destino fatal se lo llevaron
de este mundo cuando faltaba una semana para la boda. Las malas leguas de la
comarca afirmaron, durante mucho tiempo, que la verdadera culpable fue la
coincidencia de una perforación intestinal inoportuna con un cierto
familiar político que pudo avisar al médico y no lo hizo. Un cuñado solterón y
rico vale más muerto que vivo y casado.
La otra hermana tuvo otra suerte, mala
también, pero distinta. Era tan guapa como la más guapa de las estrellas de
Hollywood: elegante, trabajadora, habilidosa, los hombres suspiraban por ella y
la pretendieron los mejores partidos de la ciudad. Parecía tenerlo todo cuando
una enfermedad, que había sido maldita hasta hacía poco tiempo, la marcó
para siempre. De nada sirvió que la recién inventada penicilina, que todavía se
compraba de estraperlo, la curara totalmente. Superó físicamente aquel brote de
tuberculosis y, sin embargo, nunca pudo quitárselo del alma y la
dejó estigmatizada. La poseyó un complejo insuperable que le hacía
negarse a sí misma la posibilidad de ser feliz, y poco a poco se fue alejando
cualquier oportunidad de formar una familia propia.
Y así fue como se fraguó el destino de
las dos hermanas, que tuvieron que vivir la vida entera juntas aunque no
sentían el más mínimo aprecio la una por la otra, llevándose la peor parte
la menor, a la que le tocó cuidar de la otra durante los quince años que el
Alzheimer tardó en llevársela.
Trabajando duro y sin haberse preparado
para ello, mantuvieron el próspero negocio familiar sin tener derecho ni a un salario mientras vivió la madre: para qué querían un sueldo si podían comprar lo
que quisieran y en la casa no les faltaba de nada, sólo tenían que pedir y se
les permitiría comprar lo que necesitaran; eso sí, siguiendo el espíritu
familiar había que buscar lo más barato entre lo barato, y lo que pudiera
hacerse en casa ¿para qué comprarlo hecho?, con el convencimiento de que lo
mejor y más bueno era lo que ellas hacían, negando así cualquier oportunidad a
la calidad.
Tan solo durante el tiempo que el
negocio sobrevivió a la madre, los hermanos decidieron asignarles un sueldo. Entonces
ahorraron y se compraron un pisito en el centro de la ciudad, cerca de dos o
tres parroquias con solera. Nunca faltaron las voces que afirmaban que venían
ahorrando desde hacía mucho tiempo, desde los años dorados de aquel negocio,
cuando a cada una en su puesto le pasaban por las manos los millones que
entraban generosa y alegremente en la empresa. Ganancias que ellas
administraban cumplidamente, rindiendo cuentas a diario a la madre que desde su
hamaca se creía que controlaba hasta lo que no controlaba.
Considerando su sentido religioso del
pecado y la culpa, el temor al castigo divino y el martirio de los
remordimientos, es fácil concluir que no sería muy considerable, si existió, el
capital distraído; en cualquier caso, nunca pudo llegar a ser muy superior al
salario que no recibían, razón qué, convenientemente alegada como eximente,
hubiera sido suficiente para ser declaradas inocentes, por ser de justicia la
compensación.
Con sus hermanos tuvieron siempre un
trato agradable y respetuoso, en particular con una hermana que era más cercana
a ellas en edad, que se casó pronto y trajo a la familia los primeros niños. Le
ayudaban desinteresadamente siempre que ella las necesitaba, tanto con
los sobrinos como con las cosas de la casa. Ellas eran jóvenes todavía y
no tenían pereza a la hora de llevar a los chiquillos a las jugueterías,
arreglarles la ropa, ordenar sus cuartos o hacerles dulces.
Pero esos sobrinos no fueron bastante
para calmar el irreprimible deseo de la maternidad; para eso eligieron a
sus dos hermanas pequeñas, una a cada una de ellas, y las convirtieron en objeto
de un amor extrañamente maternal, que las llevó toda su vida a protegerlas como
si estuvieran en peligro, proyectando en ellas, por medio de esa
predilección enfermiza, no solo su afecto sino también la aversión que
sentían una contra la otra, haciéndola extensiva a sus familias y creando
así dos bandos antagonistas dentro de la misma familia. Afortunadamente,
los otros hermanos y sus familias quedaron fuera de esta guerra, tanto mejor
para ellos.
Una vez que hemos conocido la
trayectoria vital de las desafortunadas hermanas, vamos a dar a conocer unos
hechos que ocurrieron años atrás, cuando aún no eran muy viejas, pero ya
empezaban los primeros olvidos a hacer sus estragos.
Por aquellos días una catástrofe natural
había asolado Centroamérica. Sin poder precisar si fue huracán, terremoto,
volcán en erupción, sequía o inundación, lo cierto es que la muerte y la
destrucción se habían adueñado de los vulnerables países de la zona. Como
siempre que suceden estos desastres, desde todas las instituciones se estaban
haciendo llamadas a la solidaridad de los ciudadanos para remediar los estragos
que el fenómeno había causado en la región y, por supuesto, desde las
parroquias, tratando de ayudar a la gente que lo había perdido todo, se animaba
a los fieles para que hicieran un esfuerzo de generosidad y donaran toda clase
de enseres. Cualquier cosa era buena para enviar, porque todo se había perdido;
con lo que se recolectara se fletarían aviones y barcos que partirían
hacia el otro lado del Atlántico repletos de cargamentos solidarios.
Y con esas noticias llegó a su
casa una mañana la menor de las dos hermanas. Lamentaban las dos las desgracias
ajenas con sinceridad, y comentando la petición del cura llegaron a la
conclusión de que tenían más muebles de los que necesitaban y sería una buena
ocasión para deshacerse de ellos, haciendo de paso una obra buena. Y prepararon
un par de colchones, dos camas y varias mantas que los colaboradores del
párroco se llevaron, y en pocos días fueron embarcados para cumplir su misión
hospitalaria en el continente herido.
Satisfechas de lo práctica que había
sido su generosidad, continuaron su vida, luchando contra la enfermedad,
que cada vez entorpecía más a una y hacía más difícil la convivencia entre
las dos.
La mujer enferma, que siempre fue
desconfiada y muy tacaña, perdió la capacidad de disimular estos defectos y se
volvió descarada, y lo que en otros tiempos fueron indirectas pasaron a ser
acusaciones, unas veces por nimiedades y otras por asuntos de envergadura,
mientras la otra de forma resignada cuidaba de su hermana campeando el temporal
como podía.
Sin saber cómo llegó a ello, comenzó a
acusar a su cuidadora de ladrona, y la pobre mujer no comprendía al principio
qué quería decir porque aún cuando hubiera tenido la intención de apropiarse de
algo suyo, hubiera sido imposible, porque tenía todo escondido en su armario y
no soltaba las manos del bolsillo donde guardaba la llave, ni de noche ni de
día. Esa postura fue característica en ella toda la vida, pero en los últimos
tiempos se convirtió en esperpéntica por su exageración.
Tenía la mujer altibajos y en momentos
de lucidez se disculpaba a su modo, pero pronto comenzó a repetirse reclamando
su dinero, el que le había robado, que ella lo tenía antes y ya no lo tenía.
Tanto lo decía, que la hermana empezó a preocuparse por si se había perdido de
alguna forma algún dinero de su hermana.
-¿De qué dinero hablas y dónde lo
tenías?
-En mi cuarto y ya no está.
Preguntaba y preguntaba, y la respuesta
que obtenía era siempre la misma. Lo más extraño era que ella misma había
acompañado a su hermana al banco muchas veces a gestionar sus cuentas y nunca
había visto que guardara dinero en la casa. No solo tenía la mujer
curiosidad, también le preocupaba la opinión de los otros hermanos por si a
alguno le asaltaba la duda. No era probable, pero era posible. Por eso comentó
con los hermanos mayores lo que estaba pasando. Ellos le quitaron importancia
porque conocían bien de qué pie cojeaba su hermana. Se quedó más tranquila
considerando que era solamente una manía que se le había metido en la cabeza
enferma.
Hasta que una mañana se levantó más
lúcida que de costumbre y cuando su hermana le puso el desayuno la miró con una
expresión distinta a la habitual y le dijo:
-¿Dónde está la otra cama que había en
mi cuarto?
Cuando la otra le dijo que se la habían
llevado los muchachos de la parroquia, se puso a chillar con las manos en la
cabeza como si se hubiera vuelto loca. Su asombrada hermana no entendía nada,
pero fue hilando las frases entrecortadas que la otra decía sollozando, y
comprendió que de alguna forma la cama viajera y el dinero perdido estaban
relacionados; hasta que lo entendió: ¡el dinero estaba guardado en los tubos de
la cama!
La pobre mujer, a la que su tacañería no le había permitido
disfrutar de su dinero y llevaba media vida guardándolo en
aquella cama, acababa de comprender que su mente traicionera le había
jugado una mala pasada haciéndole olvidar el secreto escondido durante tantos
años, y le había despertado el entendimiento solo para darse cuenta de que le
había regalado al cura la cama con su tesoro oculto, y que ya no tenía remedio porque a esas horas debía de estar en un barco cruzando el Atlántico para hacer
en la otra orilla su particular milagro.
La enfermedad aceleró su proceso a
partir de ese día y poco tiempo después acabó con su vida. Y cada cual de
esta historia sacará sus conclusiones. Para unos este suceso
sería el ajuste de cuentas que el destino le reservó para que no se fuera de
esta vida sin pagar sus culpas, ese momento de lucidez que la mente tiene para
despedirse sin dejar deudas pendientes. Para los que, como ella,
creen en la vida después de la muerte, aunque sitúen en ese instante el inicio
de su purgatorio como los otros, con toda su buena intención lo que consiguen
es ponérselo más difícil todavía, porque en esa vida eterna y postrera
que para ellos existe, ella tuvo que ver cómo otras personas disfrutaban de su
preciado dinero, y no solo el del tubo de la cama, que era calderilla, sino el
capital que obtuvieron sus hermanos cuando lograron convertir en dinero los
bienes heredados de la madre; porque tuvo que ver también cómo su parte, la que
ella nunca pudo disfrutar pero tanto amaba, se la repartieron entre todos ellos
a partes iguales. La suerte que tuvo fue que le pilló ya muerta, porque si no
se hubiera muerto del disgusto y a saber de qué manera.
Llegado a este punto no sería justo que
nos olvidáramos de su hermana, que la cuidó con esmero sola, sin ayuda de
nadie hasta el final, y eso que ella era también muy mayor y la dependencia era
absoluta y cada vez más ingrata. Pocos meses después de su fallecimiento la
cuidadora enfermó de cáncer. Aunque superó la enfermedad en esa primera
embestida, nunca volvió a ser la que era, vivió con la familia de su
hermana favorita donde fue atendida inmejorablemente hasta que el cáncer se la
llevó, aunque muchos años después.
Perfecto y precioso relato que me ha hecho recordar con un nudo en la garganta, los años que las vimos vivir y sufrir su oblgada compañia.
ResponderEliminarNi a la una ni a la otra, las olvidare jamas.
Mira tú por dónde, con esa historia que nos cuentas tan bien, como en ti es costumbre, al ir leyéndola me venía a la memoria otra similar, no, era la misma, qué coincidencia. O no
ResponderEliminarMil besos
Me cuenta Morayma que a una conocida suya, los familiares bienintencionados, aprovechando su ausencia, le cambiaron el colchón por uno nuevo y el viejo lo mandaron a Cáritas, ¡y estaba lleno de billetes de mil pesetas!
ResponderEliminarNo se sabe que es peor un banco o un colchón, porque al parecer ninguno de los dos es muy seguro.
Precioso cuento Coco, profundo, histórico, íntimo, cómico, antropológico... Mucha sustancia y engancha!!!! te quiero!!
ResponderEliminarmacu
Qué hermoso "cuento" real, lo íntimo de esta historia me hizo un nudo en la garganta, siempre me atrapan tus historias, y es porque dejas escapar la esencia de tú corazón en ellas.
ResponderEliminarUna abrazo desde México.
Coco, ya había leído este relato, poir cierto muy bueno. Te he mandado un correo con una historia de hermanas.
ResponderEliminarUn saludo,
Alberto Granados
Subscrito totalmente el comentario de Sherezade, incluido el abrazo.
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